Garden Books

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    Hola buenas noches, espero hallan pasado un finde de mes excelente!! Lleno de muchísimo miedo  y terror, (eso es modo bromista) espero este mes todas las personas que pasan por el jardín la hallan pasado espectacular, para mí fue un mes muy bueno comencé las clases de nuevo en la uní, lo fasti son los profesores nuevos y que no explican para nada bien los de las materias numéricas o mejor dicho prácticas que veo, pero bueno me toca acostumbrarme aparte de que comenzamos tarde a clases, aparte de eso entrando en mi parte de amigos he conocido nuevos y toque de nuevo con mi sección anterior *.* ósea somos los mismos, hay chicas y chicos que han llegado a mi vida este semestre que son maravillosos y grandes amigos y mi mes ha estado muy BUENO!! Que si tuve algún momento de terror o susto pues creo que si una noche que era como la 1 am y empecé a escuchar rasguños en el techo de la casa y golpes en el balcón aunque llame a mi hermana y salimos no había nada pero fue algo que me puso los pelitos de punta!!
    Y pues ya mañana comienza el mes de Noviembre solo falta un mes para mi tan esperado Diciembre y este mes traigo cosas buenas!! :D

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    Eran cerca de las nueve y papá vino a darme las buenas noches. Mamá era la que siempre me acostaba y él venía cuando iba a ponerse el pijama, con lo cual no era de extrañar verlo desabrochándose la camisa o los zapatos.

    - Mañana, partido- Me dijo sonriente mientras me acariciaba la cabeza.
    - Sí...- Dije felizmente sin ocurrírseme nada que decir.
    - Bueno, te dejo que descanses. Acuérdate mañana de desayunar bien.- dijo acariciándose la pequeña calva que le estaba saliendo. Cada vez que mi padre me daba un consejo, se me quedaba grabado en la cabeza.

    Se despidió con un beso en la frente y cerró la puerta. Era extraño pero cada vez que la puerta estaba cerrada, sobre todo de noche, no parecía mi habitación. Era como si me encontrase de repente en un sitio aislado de toda la casa, lejos de todo el mundo. La lámpara de cera que me habían regalado por mi cumpleaños contribuía a ello, pues proyectaba extrañas sombras con movimiento dentro de una luz verdosa que empapaba todo el cuarto. En mi despertador de las Tortugas Ninja, el segundero sonaba con violencia aunque normalmente no me percataba de su existencia. A lo lejos oía la voz de mis padres y una suave melodía, aquella noche no parecían querer ver la tele.

    Tumbado boca arriba en la cama, pegué un poco la barbilla a mi pecho y miré la ventana. Desde aquel sexto piso (y desde mi cama), lo único que veía era la luna suspendida en el aire, incompleta, sin fuerzas para dar luz. Giré la cabeza hacia la derecha y miré la puerta en la pared del pequeño trastero. Allí estaban mis juguetes y en noches como esa, en las que papá y mamá no veían la tele, se oían terribles gemidos y ruidos.

    Deseé con todas mis fuerzas que aquella noche no oyera nada, pues empezaba a sentir pánico y aunque luego de día no recordaba nada, algo me hacía pensar que si esa noche volvía a tener pesadillas lo recordaría para siempre.

    Pasó mucho tiempo sin que pasara nada. De vez en cuando oía alguna risa de mamá, como si papá le contara cosas graciosas y la música seguía sonando, aunque canciones distintas. El sudor frío se hizo presente en mi nuca y espalda cuando empezaron los ruidos. Eran ruidos extraños, como muelles oxidados y alguien dando pasos dentro del trastero. Ya no oía a papá ni a mamá. De repente empezaron aquellos gemidos y creí que la puerta del trastero se iba a abrir...

    - ¡Papaaaaaaaaaaá!- Grité con todas mis fuerzas.

    Los ruidos cesaron repentinamente, como si el sólo hecho de llamar a mi padre los aterrase. En unos instantes estaba en mi cuarto y con la luz ya encendida, me abrazaba y escuchaba mis explicaciones.

    - Pero tranquilo, el hombre del saco no existe- dijo disimulando una sonrisa.
    - Sí, sí que existe. ¡Yo lo oigo!- Le expliqué. No me gustaba que pensase que eran “cosas de niños”.

    Entonces mi padre me guiñó el ojo y se me acercó al oído para susurrarme: “Bueno, pues si existe, yo lo cazaré”. Acto seguido se levantó y se dirigió hasta mi puerta. Luego salió y me miró.

    - Bueno, hasta mañana. Recuerda que los monstruos no existen- dijo en voz alta. Luego volvió a entrar en mi cuarto sin hacer ruido y cerró la puerta. Se sentó en la esquina de la pared de la puerta y la del trastero y se llevó el índice a los labios, indicándome que guardara silencio. Todo parecía un juego para él.

    La lámpara de cera volvió a hacer de las suyas. Esta vez ya no se oía la música y por supuesto tampoco hablaban papá y mamá. Todo era un escandaloso silencio, a excepción de mi despertador que no hacía más que acelerar mi pulso. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac...

    La luna aparecía y desaparecía tras mis párpados y éstos parecían más pesados cada vez. Pero cuando estaba a punto de dormirme, los ruidos comenzaron una vez más y miré con los ojos como platos a mi padre.

    Papá no me miró pero puso la cara que ponía cuando el mando de la tele no funciona. Se puso de pie y dio dos pasos, hasta quedar delante de la puerta del trastero. Los gemidos empezaron y mi padre, sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del trastero. La luz de la lámpara de cera no parecía entrar en el trastero y la oscuridad era más recalcada en él. Al abrir la puerta, los ruidos se agigantaron un poco y yo comencé a estremecerme en la cama.

    - ¿Papá...?

    Papá se giró y puso de nuevo el índice delante de su sonrisa, como si no quisiera que lo sorprendiesen porque estaba a punto de gastar una broma. Entonces algo brilló dentro del trastero y escuché un pequeño silbido. Un segundo después, la cabeza de mi padre, desprendida del cuerpo, chocaba contra la lámpara de cera, haciéndola añicos y todo se envolvió en oscuridad.

    Fui incapaz de reaccionar, me quedé petrificado mirando la forma negra en el suelo que era la cabeza de mi padre. En la penumbra empecé a escuchar un goteo y pensé que era de sangre. Algo salió del armario y al andar hacía aquellos ruidos extraños que se oían en el trastero y resonaban con estrépito en mi cabeza. Avanzó hasta donde yo miraba, cogió la cabeza de mi padre y la metió en un saco que arrastraba y donde parecía llevar otras cabezas. Luego volvió al trastero haciendo los mismos ruidos y cerró la puerta tras de sí.

    En breves instantes mi madre entraría en mi cuarto para ver si todo iba bien y encendería la luz. No tenía ni idea de cómo explicarle lo que había sucedido.

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    Eran cerca de las diez de la noche de una fría noche de invierno, en esta ciudad no es común que estando en plena estación invernal haga calor. Pero esa noche era distinto, era una noche que no podía explicar, ¿el por qué el cambio de la temperatura tan repentino y por qué a pesar del alumbrado público la espesura de la oscuridad era más intensa?

    Yo estaba en casa de un familiar, esperando que el reloj avanzara y mientras más deseoso estaba de que las manecillas giraran con más fuerza, estas acortaban su paso, como presagiando una desgracia tratando de evitarla. No soy alguien que guste ir a una festiva o algún tipo de baile y esa noche no fue la excepción, pero a pesar de ser así, tenía que soportar el hecho de convivir con gente tomada, sudada y en ocasiones violenta, pues a mi hermana le gusta divertirse en ese ambiente. Yo
    no había ido a ese festival, pero acordé llegar a las once de la noche por ella, para irnos a casa a descansar, lo que yo no sabía es que esa iba a ser una noche inolvidable para todos.

    Volví a mirar el reloj y por un momento me pareció ver, que aquella caja mecánica que llevaba tiempo colgada en aquella pared, había detenido su curso, volví a clarear mis ojos de un parpadeo y pude notar como el indicador que muestra los minutos, iba cambiando pesadamente al siguiente numero romano. –Las once menos quince- me dije yo, así, me despedí de mi abuela y salí de su casa bajo la negrura de aquella extraña oscuridad.

    El baile se había llevado acabo como a ocho cuadras cerca de la casa de mi abuela, caminaba por una calle anterior a la principal e iba observando. La calle estaba húmeda, había llovido y las temperaturas habían bajado bastante, pero lo extraño era que a pesar de lo nublado que estaba el cielo, se podía ver perfectamente la luna llena en todo su esplendor, parecía que las nubes se habían puesto de acuerdo para que esa noche, todos pudiésemos observarla.
    Entonces un viento extraño y frío se coló por mi cuerpo, me abroché la chaqueta y seguí adelante. Una noche con ese halo de misterio sólo me hacía pensar una cosa, “peligro”.

    Doblé una esquina para tomar la calle principal cuatro cuadras antes del baile, miré el reloj y noté que eran las once menos cinco, -Dios mío, me va a matar mi hermana-. Pensé al momento que apresuré el paso, casi a dos cuadras antes de llegar, algo me llamó la atención, no soy de las personas que miran el suelo cuando caminan, pero esa noche no había nada que observar alrededor, sólo podía mirar la luna y el reflejo de ella en el agua estancada de las calles. Me detuve a observar detalladamente que era lo que brillaba en aquel encharcamiento, una sonrisa me vino al rostro casi inmediatamente, yacía ahí tendida, en aquella agua semi-lodosa, un brazalete de oro, con pequeños diamantes rojos y aun a pesar de estar sumergida en aquella agua sucia, pude notar un tenue olor al perfume de una mujer.

    Me quedé un rato mirándole fijamente y pensando, -¿Quién podría haber sido la portadora de este hermoso objeto? Un desfile de imágenes pasaron por mi mente, creando la mujer ideal para el uso de tan radiante objeto. De pronto una voz conocida me sacó de mi pensamiento, trayéndome a la realidad de golpe, exclamando:
    -¡que puntual eres! Te estoy esperando desde hace diez minutos-, era mi hermana que ya venía en camino, miré nuevamente el reloj y eran las once con diez minutos, me pregunté yo mismo:
    -¿Cuánto tiempo perdí observando e imaginando?-, no me percate de la hora en ese momento y perdí la noción del tiempo. Entonces le ofrecí una disculpa y le mostré la razón por la cual mi demora, sólo se le quedó viendo, no dijo nada y siguió caminando.

    Conforme avanzábamos me percaté de uno extraños ruidos a la lejanía detrás de nosotros, parecían gruñidos de perros, hacían ver que estaban furiosos o hambrientos, no les tomé importancia, pues pensé que sólo eran perros callejeros, pero la curiosidad me ganó y volteé para ver que estaba sucediendo. Al principio sólo veía oscuridad, pero poco a poco, entre la ligera niebla podía ir viendo tres sombras de un tamaño enorme, no parecían perros normales, cuando volví a fijarme pude verlos, tres bestias caminando sobre dos patas, mis ojos se desbordaban de puro asombro, no podía creer lo que estaba viendo, era algo sobrenatural. De pronto me vino a la cabeza una antigua leyenda de la zona, la leyenda contaba que unas bestias gustaban de invadir los cementerios y devorar cadáveres, lo recordé, licántropos. Todo esto era increíble, pero en aquel momento no tenía otra explicación para lo que estaba viendo.

    Le dije a mi hermana, -no es por asustarte, pero voltea a mirar lo que nos está siguiendo-, me respondió, -ya sé, por eso no me quedé a platicar de lo que habías encontrado-, le dije, -si ya lo sabias, ¿Para qué rayos no me lo dijiste desde un principio?-, me contestó, - porque ibas a salir corriendo y es mejor que actuemos naturalmente, que crean que no sabemos, que crean que nos están acechando-, lo dijo con una calma que inspiró mucha confianza, pero se me ocurrió voltear nuevamente y observé como esas cosas ya venían en cuatro patas y corriendo, le dije a mi hermana,
    -será mejor que empieces a correr porque esas cosas ya lo están haciendo-, pero me hizo una señal que me alarmó, me dijo sin pronunciar palabra alguna que hiciera mi vista hacia sus piernas, -¡Oh no!, ¡falda!-, dije con voz alta, estábamos cerca de la esquina que tome anteriormente para dirigirme a la calle principal y recordé que había un edificio de seis pisos en construcción, tenía un enrejado de puntas como protección, entonces le dije a mi hermana, -vete al edificio de enfrente y sube aquellas escaleras y estando una vez arriba, jala hacia ti que ahí estarás segura-, ella me dijo, -¿Y tú?, ¿Qué vas a hacer?-, le dije, -les voy a distraer para que no intenten llegar a ti-.

    Así pues, pasé las construcciones de aquella protección y subí hasta el último piso, no tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero yo tenía que hacer algo, entonces me percaté de una barra de metal parecida a una lanza y me propuse a atravesar a la primera cosa que subiera, estaba apuntando hacia las escaleras pero nada, me decidí a mirar desde arriba por la cornisa y observé un par de esas cosas saltando la protección y subiendo por la pared sin tomar la escalera, entonces pensé, -¿Qué
    pienso hacerles cosquillas con esta barra?, debo de buscar algo que acabe con los dos de una sola vez-. Por suerte estaba ahí cerca un equipo de construcción que usa gran cantidad de energía eléctrica, que importa, sólo corté el cable con una sierra manual y encendí el interruptor de ese equipo, por donde ellos iban subiendo había un gran charco de agua estancada, si subían y pisaban el agua quedarían electrocutados, pero si no, entonces estaría en graves aprietos, sólo podía rezar y ver hasta donde me acompañaba la suerte ese día.

    Todo salió como lo planeé, cuando llegaron hasta el último piso, lo primero que pisaron fue el agua, entonces solté el cable y observe sorprendido, como se electrocutaban y se retorcían del dolor al momento que soltaban alaridos desgarradores, me dio miedo, pero era yo o ellos, después cuando ya estaban completamente muertos, conté, -¡dos!, ¿Dónde está el otro?- desconecté el equipo
    para no electrocutarme y tomé nuevamente la barra de metal, me acerqué a la cornisa para mirar nuevamente y cuando terminé de observar, sentí una exhalación caliente por detrás, me quedé desconcertado, con los ojos más fuera de borde, no sé si fue valentía o miedo, pero tomé la barra con todas mis fuerzas y giré rápidamente enterrando la barra hasta el fondo sin dar tiempo de nada, sólo escuché un aullido atroz que estremeció todo mi ser, le había enterrado la barra en el pecho, después de observarlo una fracción de segundo se abalanzó sobre mí, haciéndonos caer por la cornisa, en la caída pude sujetarme de un extremo que sobresalía del quinto piso, pero esa cosa alcanzó a rasgar mi pierna derecha con sus garras, cuando esto terminó me incorporé y observé como esa bestia había caído encima de las protecciones, atravesándolo por la mitad.

    Fui por mi hermana y nos fuimos a la casa de la abuela, ahí pasamos la noche, al día siguiente decidimos regresar a la construcción, pero no había nada, ni cuerpos, ni sangre, “nada”. Se lo contamos a nuestros padres y les mostré mi herida, sólo dijeron que lo mantuviéramos en secreto. Un extraño suceso, la herida sanó en tres días, de aquellas bestias no se supo nada, pero lo más extraño, es que después de esa noche; dos noches antes, en luna llena y dos noches después de luna llena, me inyectan sedantes muy potentes. Y mi pregunta es, ¿Por qué?...

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    Eludió a la patrulla fronteriza por sus habilidades atléticas. Ningún policía pudo alcanzarlo, y los perros que le pisaron los talones acabaron echados y con la lengua fuera, babeando en señal de cansancio y de sed. El fugitivo se perdió de vista y enseguida fue descrito a los cuerpos policíacos competentes, que se movilizaron sin tardanza para dar con el indocumentado. Entretanto, Monroy había llegado a una gasolinera; entró en el local para robar comida y se ganó la desconfianza del dependiente, quien al punto lo calificó de mexicano indeseable y, peor aún, sin dinero. No había moros en la costa. El dependiente, al ver que Monroy tomaba emparedados envueltos en plástico y un par de botellas de agua, acarició discretamente la escopeta que ocultaba debajo del mostrador. Monroy se aproximó a la caja con la actitud de quien piensa pagar, pero huyó como un bólido al ver la puerta por el rabo del ojo. Escopeta en mano, el dependiente salió del establecimiento y se sintió horrorizado, pues le pareció que el ladrón se había fundido con el fuerte viento. Se limitó a llamar a la policía para formular la denuncia.
    Monroy escogió una zona boscosa para ubicarse bajo un árbol y comer con voracidad.
    En menos de cinco minutos engulló los emparedados y bebió ambas botellas de agua. Se recostó en el pasto y gozó el frescor del viento. Por entre las copas de los árboles se notaba la transformación del cielo. El tono metálico que adquiría no presagiaba nada bueno. Acaso en menos de una hora se desataría una tormenta. De todos modos, él no podía quedarse ahí. Lo buscaban frenéticamente, y sin duda lo encontrarían si se permitía dormir una siesta. Se levantó con cautela y echó a andar. Durante parte de su trayectoria evocó sus recientes avatares. Nuevamente se arrepintió de haber decidido marchar a Estados Unidos. Quizá, si hubiera tenido un poco de paciencia, habría logrado labrarse un prometedor futuro como corredor de fondo. Pero siempre había destacado por la impetuosidad. De inmediato había aceptado el trato que le propusiera el pollero; sus magros ahorros acabaron en los bolsillos de ese infeliz, que lo dejó en manos del infernal calor del desierto. Sólo un atleta podría haber resistido las inhóspitas condiciones de aquellas tierras yermas, que parecían carecer de fin y donde nada ofrecía sombra. Pero Monroy prevaleció porque sabía correr; salvó a paso gimnástico una distancia tremenda, y al fin se vio a un paso de la tierra de la libertad. Cruzó el muro sin pensarlo dos veces y desde entonces huyó.
    Comenzó a llover. Monroy había avanzado unos diez kilómetros. El bosque se había espesado y pronto caería la noche. Más valía encontrar un refugio, no fuera a ser que alguna fiera saltara sobre él en cuanto se impusieran las sombras. ¿Dónde pernoctaría? No tuvo tiempo de pensar tranquilamente al respecto, pues salió disparado al escuchar un ruido que le pareció un ladrido. Asumió que los policías y sus malditos perros lo habían seguido hasta el bosque. No bien corrió una distancia de más de cien metros, se detuvo y aguzó la vista sobre una puerta desvencijada, aparentemente practicada al pie de un cerro. Se aproximó y giró un pomo oxidado. La puerta cedió. Entró en un espacio renegrido que olía a putrefacción. La tormenta arreció y un rayo golpeó un árbol cercano, partiéndolo por la mitad. Monroy se ocultó tras la puerta justo a tiempo, pues el tronco caído se había abalanzado sobre él.
    El silencio y las tinieblas que había en el refugio inspiraban horror. Monroy pensó seriamente en salir y afrontar a sus posibles perseguidores, pero la idea de que lo atraparan lo disuadió de actualizar su plan. No dudaba que quienes dieran con él, molestos por haber sido ridiculizados por un mexicano, lo abatirían gustosamente a tiros. Así que resopló y se dispuso a pernoctar en aquella especie de búnker. A tientas localizó un muro; pegó la espalda contra él y luego se sentó en el piso, que sintió húmedo. Supuso que el agua se había filtrado por debajo de la puerta. Empezó a invadirlo un sopor creciente; cabeceó, en vano trató de mantener los ojos abiertos. Se había cansado demasiado en pocas horas. Debía dormir. Empezó a acomodarse de medio lado cuando sintió un desnivel. No pudo evitar la caída.
    Mientras, dando tumbos, rodaba escaleras abajo, se desconectó de la realidad.
    Estaba de medio lado, en posición casi fetal. Sentía los músculos entumecidos y la garganta seca. Por lo demás, tenía los huesos íntegros. Se incorporó al ritmo de gemidos y se sorprendió al notar que ahora había luz. No pudo localizar su fuente, pero se conformó con que le permitiera distinguir la escalera por donde había caído.
    Era enorme, de piedra, con peldaños anchos y balaustrada decorada con extrañas figuras. Monroy tragó saliva. Le parecía imposible haber sobrevivido tras golpearse el cuerpo entero contra tanta roca. Se puso en pie, dispuesto a ascender la escalera y regresar al punto desde el que se había precipitado. Suponía que su desmayo había durado horas; tanto si ya hubiera escampado como si no, se arriesgaría a volver al bosque, con la esperanza de que no lo estuviera esperando una cuadrilla de furiosos policías.
    En cuanto pisó el primer peldaño, advirtió un resplandor blanco en la cima de la escalera. Fue como si alguien se aproximara con una linterna. Monroy se sintió perdido, pero fue incapaz de ponerse a buscar una salida alterna. Tan sólo pudo retroceder tres pasos y mantenerse a la expectativa. Se llenó de horror al ver bajar, a velocidad impresionante y sin tocar los peldaños, una figura antropomorfa, ataviada con una suerte de casulla negra; no se le notaba la cara, sino tan sólo un par de ojos de los que partía una intensa luz blanca. Su mano indistinguible sostenía un cirio encendido. Llegó al pie de la escalera y enfrentó a un Monroy aterrorizado y pálido, convencido de que, lejos de haber despertado, seguía sin sentido y sufriendo una pesadilla particularmente horripilante. Vio que otras figuras flotantes se sumaban a la primera, descendiendo sin hacer ruido por la enorme escalera. Una veintena rodeó a Monroy.
    —Pray! —exclamaron al unísono, con voces cavernosas.
    Monroy sufrió un colapso. Se ovilló en el suelo, cerró fuertemente los ojos y se echó a llorar, esperando que aquella pesadilla terminara pronto. Entretanto, los visitantes repitieron la consigna sin cansarse, y quizá sin saber que no era entendida por el espantado oyente.
    El clamor cesó de golpe. Monroy suspiró y se atrevió a abrir los ojos. Al parecer, había vuelto a quedarse solo. Creyó a pie juntillas que acababa de liberarse de la pesadilla más atroz que había tenido en su vida. Se puso en pie de un salto, decidido a salir de aquel sitio malsano y a enfrentarse hasta la muerte con sus perseguidores. Vio ante sí la inmensa escalera, que aún estaba iluminada por una luz de incierta procedencia. Empezó a subir ágilmente, recordando que para llegar a la puerta del búnker sólo tendría que dar unos cuantos pasos. Dejó atrás la escalera y, cuando atravesaba una porción de profunda negrura, sintió que una mano áspera lo aferraba por la garganta.
    Un sabueso incansable, empapado, acezando y guiando a un policía gordinflón a punto de desmayarse de puro cansancio, dejó de olfatear y empezó a ladrar cuando se detuvo frente a una puerta desvencijada. El gordinflón llamó por radio a sus camaradas, y en menos de diez minutos se apostó un pelotón de fusilamiento a las afueras del sitio descubierto. Nadie sabía que en esa parte del bosque hubiera un refugio. Se llamó al fugitivo por altavoz. No hubo respuesta, de ahí que se decidiera entrar y sacar a rastras al escurridizo indocumentado. El hedor que recibió a los agentes amenazó con anularlos, pero pudieron aguantar y, linternas y rifles en mano, cruzaron en diagonal un vestíbulo lleno de trebejos que recordaban la era de las diligencias, y desembocaron en una larga escalera de piedra.
    Corrieron escaleras abajo y lo que iluminaron los forzó a detenerse y horrorizarse.
    Habían encontrado el cadáver de Monroy, sin cuero cabelludo y destripado. Ocupaba la cima de una veintena de esqueletos apilados. Investigaciones posteriores revelaron que el destino de una partida de misioneros, desaparecida dos siglos atrás, por fin se había descubierto.

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    Fue en el sucio escaparate de una oscura y ruinosa tienda donde lo vi por primera
    vez. Puedo recordar perfectamente en donde está esa tienda. De hecho, sigue estando
    allí, a diferencia de cómo ocurre con los siniestros y extraños emplazamientos que
    tienden a desaparecer al final en los cuentos de Lovecraft.
    Pero de la misma forma fantástica que ocurre en esas delirantes narraciones, fue
    allí donde todo comenzó.
    Podría haber dicho que era un día como cualquier otro, nada especial, no pude
    percibir nada raro. Ni un solo presagio funesto.
    Estaba equivocado.
    Era una de esas tiendas de artículos “esotéricos”. Aunque no vendían libros, tenían
    una muy amplia gama de “aparatos” como son las barajas de tarot, bolas de cristal,
    estatuas de Buda, runas, dados, incienso, velas, etcétera. Claro, también era
    posible obtener toda suerte de amuletos.
    Yo tan solo había ido a comprar incienso, ni siquiera era para mí pues yo en
    realidad no estaba interesado en ese tipo de asuntos. Pero algo llamó poderosamente
    mi atención: Era un horrible sapo verde parado sobre una pila de monedas. Creo que
    pude sentir como si de verdad me estuviera observando.
    “¡Que feo!” Fue lo único que se me ocurrió pensar después de verlo, volteé hacia
    otro lado y finalmente, me fui de la tienda.
    Recordé el cuento de Borges llamado “El zahir”, donde el protagonista se ve afectado
    por la nefasta influencia de un zahir, es decir, algún animal, persona, planta o
    cualquier cosa que produce un efecto tal en la persona afectada, que esta no puede
    pensar en otra cosa más que en el zahir. Y pude recordar dicho cuento, porque la
    imagen del sapo se me quedó grabada.
    “¡Chinga tu madre, pinche sapo!” Pensé y olvidé temporalmente le asunto.
    Después de entregar el incienso, regresé a mi casa, y al anochecer, volví a recordar
    al sapo por un hecho totalmente fuera de lugar. Pude escuchar el canto de un sapo,
    cosa nada extraña en la ciudad donde vivo, pero hacía mucho que la temporada de
    lluvias había terminado.
    Puedo agregar a lo anterior que no pude determinar dónde estaba el sapo, aunque sí
    lo escuché gran parte de la noche. Pero ese día dormí muy tranquilo y no soñé nada
    relacionado con sapos.

    Fue al segundo día cuando lo recordé. El título del cuento es: “El extraño caso del
    Avools Wuthoqquan” escrito por Clark, Ashton Smith. Es la historia de un avaro
    prestamista que en su afán de riqueza, se enredó a sí mismo en una tenebrosa
    aventura donde finalmente termina siendo devorado por un horrible descendiente de un
    demonio llamado Tsathoggua.
    El autor describe a Tsathoggua como una cruza entre un ser humano y un gigantesco
    sapo negro, y de manera similar a sus descendientes.
    Aquel sapo sobre la pila de monedas, me había recordado a esa abominación que devoró
    a Avools Wuthoqquan.
    “¡No seas idiota!” Pensé “Eso solo pasa en los cuentos”.
    Y, sin embargo, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Sin saber por qué, tuve miedo.
    Podía sentir el recuerdo del sapo como si de algo ominoso se tratara. Una amenaza
    oculta que se cernía sobre mí.
    Por alguna razón, se me ocurrió buscar más información sobre Tsathoggua y no me
    gustó lo que encontré. Una avanzada raza de Antiguos que vivía bajo tierra, había
    hallado un túnel donde supuestamente había vivido Tsathoggua y encontraron allí
    seres vivos. Pero no eran sapos como Tsathoggua, sino amorfas masas de limo negro
    que se movían y podían tomar forma parcial. Los Antiguos sintieron temor y
    decidieron sellar el túnel. Y más tarde, cuando un grupo armado y bien equipado
    decidió explorar el túnel, no fue posible hallarlo nuevamente.
    Así pues, los Antiguos, los más temidos y poderosos demonios de la Naturaleza,
    ¡Temían a Tsathoggua!
    Nuevamente me reproché a mí mismo por tomar esos cuentos fantásticos como una realidad.

    El resto del día estuve muy ocupado con mi trabajo, así que olvidé por completo el
    asunto del sapo. Incluso, al anochecer, estaba tan cansado que simplemente cené y me
    dormí.
    No podría asegurarlo, pero ese día, en mi trabajo, pude ver, o al menos creí ver
    algo que se movió sigilosamente por debajo de mi escritorio. Algo negro, me pareció.

    Fue hasta el siguiente día cuando lo encontré. Al llegar a mi casa, después del
    trabajo, no solamente pude escucharlo cantar, ya que el sapo estaba a tan solo dos
    metros de mi puerta.
    No puedo asegurarlo con certeza, pero al menos, en cuanto a su proporción anatómica,
    era casi idéntico al que vi en el escaparate de aquella tienda. Incluso la forma y
    posición de su cuerpo me parecieron iguales. Solo su color era distinto, ya que el
    de la tienda era verde oscuro, en tanto que el que estaba allí, era verde claro.

    Quizá hubiera podido olvidar el incidente del sapo, a pesar de mis investigaciones
    sobre Tsathoggua, pero lo que ocurrió al día siguiente, no solo me pareció
    “peculiar” o “curioso” (y uso estos términos por no decir “perturbador”) sino que me
    hizo pensar más (sí aún era posible) en el asunto.
    Había dejado de darle vueltas al asunto y había incluso, comenzando a olvidarlo, a
    pesar de haber visto un sapo verde el día anterior. Pero cuando volví a mi casa por
    la noche, allí estaban ellos, junto a la puerta.
    Eran al menos una veintena de sapos verdes de aspecto repulsivo. Todos en silencio,
    en actitud de espera.
    Al principio me quedé mirándolos, en silencio, sin saber qué hacer. Todos me veían
    directamente a los ojos. A continuación comencé a gritarles y hacerles señas para
    que se fueran.
    - ¡Lárguense de aquí, maldita sea! ¡Órale!
    Pero solo se dispersaron cuando amenacé con correrlos a punta de patadas.
    Cuando cerré la puerta de la casa, me di cuenta que mi respiración estaba agitada y
    mi corazón latía con fuerza. Creo que nunca hubiera podido pensar que yo mismo podía
    sentir tanto miedo por algo tan absurdo.
    Me tomé un vaso con agua helada y el frío me despejó el pensamiento y comencé a ver
    las cosas de manera más racional.
    Por mucho que me lo recordara, el sapo de las monedas no tenía nada que ver con
    Tsathoggua ni con ese otro Avools Wuthoqquan ni con la cosa que se lo comió. Esas
    cosas no existen.
    Tampoco tenía por qué relacionar esas cosas con la repentina invasión de sapos que
    había llegado a la puerta de mi casa.
    Lo único que no supe explicarme era por qué los sapos estaban allí en esa época del
    año. En definitiva, no era un comportamiento normal para esos animales
    "A lo mejor están enfermos" Pensé.
    Como una precaución, cerré las ventanas, aseguré las coladeras y me cercioré que no
    hubiera ningún lugar en la casa por donde esos animales pudieran entrar. También me
    aseguré de observar que ninguno se había metido.
    - Ni se les ocurra meterse – dije en voz alta.

    Debí haberlo sabido: Cerrar las entradas no era suficiente.
    El día siguiente, ya estaban adentro de mi casa para cuando yo regresé por la noche.
    Todos cantando en el fondo de la sala, en coro. Viéndome directamente.
    -¡Les dije que no entraran! – grité.
    Enfurecido, abrí la puerta y comencé a atacarlos con una escoba hasta que logré
    correrlos a todos. No volvieron a entrar ese día. Pero pronto, yo descubriría que el
    problema estaba muy lejos de resolverse.

    El día siguiente fue peor. Mi horror ascendió a niveles inauditos. Los sapos no
    habían entrado, ni estaban cerca, pero en la cocina, encontré algo horrible.
    Al principio y por puro reflejo, pensé en lo más sencillo:
    "Maldición" pensé "Está creciendo un maldito moho negro en la cocina".
    Pero no era moho. El moho no se mueve.
    -¡Ahorita vas a ver cómo te saco de aquí! – le dije.
    Busqué una espátula entre mis herramientas, pero cuando regresé a la cocina, la cosa
    estaba saliendo por debajo de la puerta y se escurrió por la coladera.
    ¿Pero, qué era esa cosa?
    "Amorfas masas de limo negro que pueden desplazarse o tomar forma parcial" pensé.
    ¡Los descendientes de Tsathoggua!
    De verdad lo había visto y el rastro de mugre que había dejado en la cocina me
    confirmaba que era cierto. No podía ser nada "normal". Lo único que se me ocurrió
    en ese momento era: ¡Tsathoggua!
    Debía prepararme, pues no sabía qué hacer.

    La piedra gris tallada en forma de estrella de cinco puntas. La piedra gris de la
    Antigua Mnar. Es lo único que pude descubrir que tenía poder sobre los Antiguos, sus
    emisarios y sirvientes.
    Pero yo no tenía la piedra de Mnar. Ni podía contactar a nadie que la tuviera o
    supiese algo sobre los Antiguos.
    Pero tengo un poco de imaginación y se me ocurrió que podía usar la fuerza de los
    elementos, podía usar el agua o el fuego. Las dos quizá. Coloqué varias botellas de
    agua por toda la casa, así como alcohol, cerillos y unas botellas de aerosol.

    Fue el séptimo día cuando se desató el Infierno.
    No había nada extraño en mi casa cuando llegué. Ni un solo sapo ni la más leve mota
    de moho negro. Pero más tarde, en la noche, poco antes de dormirme, escuché un ruido
    extraño. Se escuchaba como una gotera, como una gota de agua cayendo en un cuenco de
    metal. Solo que el sonido parecía estar amplificado, metálico, hueco, cavernoso.
    Sonaba cada tres segundos.
    Me dirigí al baño pues los ruidos parecían venir de ese lugar. Pero en el momento
    que estuve casi frente a la puerta, el ruido cesó.
    De cualquier forma, decidí entrar, ya que me pareció que algo no marchaba.
    Adentro del baño, sobre el lavamanos, me esperaba un repugnante sapo negro. Me miró
    directo a los ojos en cuanto entré, en actitud retadora.
    No puedo negarlo, me sentí lleno de asco y terror. Un sapo así de negro no podía ser
    natural. Porque era algo negro como la pez. Como si hubiera un agujero profundo en
    ese lugar. Y sus ojos, dos brillantes esferas rojas, encendidas como brazas de
    carbón, tampoco podían ser considerados como naturales.
    Además, yo tenía la certeza de que ese día, las cosas iban a ser distintas. Sabía
    que en esa ocasión, la cosa no se iba a quedar allí contemplándome, sabía que me iba
    a atacar.
    Sin ningún preámbulo, ese espantoso sapo negro saltó hacia mí.
    Pero en esta ocasión, yo estaba listo para enfrentarlo. Muy bien sabía que tarde o
    temprano esas cosas comenzarían a jugar rudo. Y yo no estaba dispuesto a quedarme
    atrás.
    Di un paso al frente con la pierna izquierda y empujé al sapo con ambas manos a la
    altura de mi pecho, lanzándolo al punto de donde partió y estrellando su cabeza
    contra la llave.
    En ese momento me percaté que sería inútil usar agua. Esa cosa era un sapo (o al
    menos lo aparentaba), así que sería inútil mojarlo.
    Así pues, el fuego era mi opción.
    Corrí hasta donde estaba el aerosol (que era un desodorante, el más concentrado de
    alcohol que pude encontrar) y utilicé un encendedor para producir la llama.
    Erré mis primeros dos ataques con la improvisada lanza llamas debido a que el sapo
    se movía con la destreza característica de su especie, aunado a que yo no soy
    precisamente un experto en armas de fuego. Pero con el tercer ataque le acerté de
    lleno. Creo que vacié casi todo el frasco, pero el sapo se retorció de dolor y saltó
    al escusado apagando su cuerpo. A continuación saltó, se volvió una masa de limo
    negro y se escurrió por la coladera antes de que yo pudiera darle alcance.
    Me sentí victorioso después de ese encuentro, pero ignoraba que ellos no habían
    hecho más que empezar.
    Los oí cantar en la sala y me dirigí para allá con el aerosol en la mano, pero me
    detuve pues si lo usaba allí, corría el riesgo de quemar toda la casa. Dejé la lata
    y tomé una escoba pues eso ya me había funcionado antes y me dirigí a la sala.
    Había un total de doce sapos. Tenían los ojos encendidos como el sapo negro del
    baño, pero sus colores eran verdes claro y oscuros.
    Corrí hacia donde estaban ellos en cuanto los vi y ataque al más cercano lanzándolo
    contra la pared.
    No pude ver si el golpe le afectó, ya que al menos seis sapos más se lanzaron contra
    mí al mismo tiempo. Dos de ellos se estrellaron contra mi pecho, logré evadir a dos
    y los restantes me mordieron.
    Era extraño pues no sabía que los sapos mordieran, pero estos me produjeron heridas
    sangrantes. Lleno de ira, aplasté a uno de ellos de un pisotón y seguí lanzando
    golpes con la escoba a diestra y siniestra. No tengo idea de cuánto duró aquello,
    pero recibí varias mordidas y en cierto momento, pude ver que las malditas masas de
    barro se escurrieron por debajo de la puerta.
    Más mi alivio duró muy poco, porque quince minutos después, los sapos se pusieron a
    cantar afuera de mi casa. Pero no eran los doce sapos contra los cuales estuve
    luchando, ya que podía escuchar al menos a unos cincuenta y así estuvieron toda la
    noche, sin darme descanso.

    El día siguiente fui a que un médico me revisara las heridas. Durante la noche
    anterior, me las había limpiado con alcohol y les puse unos vendoletes, pero no
    quería que se infectaran, así que fui a que me revisaran.
    El médico insistía en que le dijera como me hice esas heridas y yo le dije que
    aunque se lo dijera, no iba a creerme. Sería una locura decirle que me mordieron
    unos sapos capaces de transformarse en masas móviles de limo negro y posiblemente
    descendientes de Tsathoggua.
    Finalmente, y después de mucho insistirme, dejé que me tomara un par de fotos de las
    heridas y después de eso, comenzó a curarme.
    Más tarde, fui a casa de una amiga y allí dormí un buen rato, después comí y fui a
    comprar unas cosas que sabía que iba a necesitar. Una hora antes del anochecer,
    volví a mi casa.
    Tuve mucho trabajo. Para empezar, saqué todas las cosas de mi recámara y las puse en
    la sala. Sellé la puerta del baño con cinta de fibra de vidrio y preparé mi arsenal.
    Tenía unas cinco bombas "Molotov", los aerosoles, las botellas de alcohol, unas
    antorchas y cinco de esos sopletes desechables que consisten en un cilindro con gas
    al que se le enrosca una boquilla.
    Los estuve esperando al menos dos horas. No sentía sueño porque ya había dormido, y
    dudo que el miedo que sentía me hubiera dejado dormir.
    Lo primero que escuché, fue a los sapos cantando. Supe que estaban en la sala, pero
    esta vez no fui por ellos. Me quedé allí y no prendí el soplete sino hasta que vi al
    primero de ellos cruzar la puerta.
    Cuando se juntaron varios en la puerta, les lancé una bomba "Molotov" y con
    satisfacción pude verlos arder.
    Pronto llegaron más y al cabo de un rato había agotado las bombas y un par de
    sopletes. Ellos también habían logrado herirme al menos unas cinco veces, pero en
    esta ocasión, mi estrategia se impuso y al cabo de una hora, ya había agotado todos
    los sopletes, los aerosoles y el alcohol, así que combatía con una antorcha en cada
    mano.
    Finalmente, para mi alivio, vi escapar tan solo a un par de ellos.
    Me sentía extenuado, así que apagué las antorchas, me acosté en el suelo y me quedé
    dormido.

    Hoy en la mañana, cuando desperté, pude verlo. Estaba a un par de metros de mí,
    viéndome fijamente.
    Era de nuevo un sapo negro. Oscuro como un pozo sin fondo. Con dos ojos saltones,
    rojos, encendidos y brillantes. Tenía la más horrible expresión que hubiera yo visto
    en animal alguno.
    Pero no era el que me había atacado en el baño. Éste medía (encogido tal como
    estaba) por lo menos setenta cm del suelo a la cabeza y poco más de un metro de
    ancho.
    Hasta este momento no me ha atacado. Ni siquiera se ha movido de allí.
    Pero, ignoro el porqué, me ha obligado a escribir esto. Tampoco sé cómo me controla,
    pues por más que me esfuerzo, solo puedo hacer lo que él ordena. No tengo idea de
    lo que pretenda hacer, pero es posible que no tarde en saltar contra mí y debo

    Nota del periódico local:

    El médico del mencionado desaparecido mostró a la policía unas fotos que tomó del
    cuerpo de la víctima poco antes de su extraña desaparición. Las fotos parecen
    confirmar el delirante relato que la policía encontró en el domicilio del
    desaparecido.

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    Se dice que en Ulthar es un pueblo situado más allá del río Skai, nadie puede matar un solo gato; cosa que creo firmemente cuando contemplo el que tengo ronroneando ante el fuego. Pues el gato es enigmático, y está familiarizado con las cosas extrañas que los hombres no pueden ver. Es el alma del antiguo Egipto, y depositario de las leyendas de las ciudades olvidadas de Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la vieja y siniestra África. La Esfinge es su prima, y recuerda lo que ella ha olvidado.

    En Ulthar, antes de que sus diputados prohibiesen matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa que disfrutaban poniendo trampas a los gatos del vecindario para matarlos. No sé por qué lo hacían; hay quienes detestan los maullidos por la noche, y no les gusta que los gatos anden furtivamente por patios y jardines al anochecer. Sea cual sea el motivo, este viejo matrimonio gozaba atrapando y matando todo gato que se acercaba a su casucha miserable; y por lo que se oía después en la noche, muchos de los lugareños sospechaban que tenían un modo de matarlos de lo más singular. Sin embargo, no hablaban de esto con el viejo matrimonio, debido a la habitual expresión de sus rostros arrugados, y a que su choza era muy pequeña y estaba oculta y oscurecida bajo unos olmos corpulentos, en el fondo de un patio abandonado. En verdad, aunque los dueños de los gatos odiaban a estos viejos, los temían aún más; y en vez de tacharles de brutales asesinos, se limitaban a cuidar que ninguno de sus adorados gatos se aproximara impensadamente a la apartada casucha oculta bajo los árboles sombríos. Cuando por un descuido inevitable se perdía alguno, y se oían los maullidos por la noche, su dueño lloraba con impotencia, o se consolaba dando gracias al Destino por no haber sido uno de sus hijos el desaparecido de este modo. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de donde vinieron los gatos al principio.

    Un día entró por las estrechas y empedradas calles de Ulthar una caravana de extraños vagabundos que procedían del sur. Eran trotamundos atezados, distintos de aquellas gentes ambulantes que pasaban por el pueblo dos veces al año. Decían la buenaventura a cambio de plata en los mercados, y compraban alegres abalorios a los mercaderes. Nadie sabía de qué país venían estos vagabundos; pero observaron que eran dados a rezar extrañas plegarias, y que a los lados de sus carromatos llevaban pintadas extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de gato, de halcón, de león o de carnero. Y el jefe de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos y un curioso disco entremedias.
    Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba. La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera.

    A la mañana del tercer día de estancia en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; al verle sollozando en el mercado, los lugareños le hablaron del viejo y de su esposa, y de lo que se oía por la noche. Al escuchar todo aquello sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la plegaria. Extendió los brazos hacia el sol y rezó en una lengua que los lugareños no entendieron; aunque no pusieron mucho empeño en entender, ya que les acaparaban la atención el cielo y las formas curiosas que adoptaban las nubes. Era muy extraño, pero tan pronto como el niño hubo terminado su oración, parecieron formarse en lo alto las figuras brumosas y oscuras de unos seres exóticos, criaturas híbridas coronadas con los cuernos y el disco entremedias. La Naturaleza está llena de tales ilusiones para sugestionar a quienes son imaginativos.

    Esa noche, los trotamundos se fueron de Ulthar, y no se les volvió a ver. Y los habitantes se sintieron consternados al darse cuenta de que no había un solo gato en todo el pueblo. De cada uno de los hogares había desaparecido el gato familiar; los grandes y los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos. El viejo Kranon, que era el burgomaestre, juró que habían sido las gentes atezadas quienes se los habían llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes; y maldijo a la caravana y al niño. Pero Nith, el flaco notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran más sospechosos aun, ya que su odio a los gatos era conocido por todos, y más atrevido cada vez. Sin embargo, nadie se atrevió a acusar al siniestro matrimonio, aun cuando el hijo del posadero, el pequeño Atal, aseguraba haber visto a todos los gatos en aquel patio maldito, bajo los árboles, avanzando con paso medido, lenta y ceremoniosamente, y describiendo un círculo alrededor de la choza en fila de a dos, como si ejecutasen algún inaudito ritual. Los lugareños no sabían si creer al chico; y aunque temían que el malvado matrimonio hubiese hechizado y exterminado a todos los gatos, preferían no enfrentarse con el viejo campesino mientras no saliese de su patio tenebroso y repugnante.

    Así que el pueblo de Ulthar se acostó embargado por la ira y la impotencia; y he aquí que al despertar por la madrugada, ¡cada gato había regresado a su hogar respectivo! Los grandes, los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos; no faltaba ninguno. Todos aparecieron gordos y lustrosos, emitiendo sonoros ronroneos de satisfacción. Los ciudadanos hablaban maravillados del caso. El viejo Kranon insistió una vez más en que había sido el pueblo atezado quien se los había llevado, puesto que los gatos jamás regresaban vivos de la choza del viejo matrimonio. Pero todos coincidieron en una cosa: que la negativa de los gatos a probar sus respectivas raciones de comida y su plato de leche era sumamente singular. Y durante dos días enteros, los lustrosos y perezosos gatos de Ulthar no tocaron alimento alguno, y se limitaron a dormitar junto al fuego o al sol. Una semana transcurrió, hasta que los lugareños observaron que no había luz, por la noche, en las ventanas de la choza oculta bajo los árboles. Luego, el flaco Nith comentó que nadie había visto al viejo ni a la vieja desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana después, el burgomaestre decidió vencer su temor y visitar la vivienda extrañamente silenciosa; como era su deber, aunque tuvo el cuidado de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el cantero como testigos. Y cuando echaron abajo la frágil puerta no encontraron otra cosa que dos esqueletos humanos limpios y mondos en el suelo de tierra, y un montón de cucarachas que corrían por los rincones oscuros.

    Mucho se habló después entre los habitantes de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largamente con Nith, el flaco notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados a preguntas. En cuanto al pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado a fondo, y se le dio un caramelo en recompensa. Hablaron del viejo campesino y su mujer, de la caravana de atezados vagabundos, del pequeño Menes, de su gatito negro, de la plegaria de Menes y el cambio del cielo, de la acción de los gatos la noche en que se fue la caravana, así como de lo que encontraron más tarde en la choza que hay bajo los árboles sombríos del patio repugnante.

    Al final, los diputados aprobaron esa famosa ley de qué hablan los mercaderes en Hatheg, y que discuten los viajeros de Nir; a saber: que en Ulthar, nadie puede matar un solo gato.

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    Abrí los ojos. La penumbra y el olor a putrefacción fue lo primero lo que percibí. Por un momento, no supe en donde me encontraba; pero lo recordé. La estúpida mazmorra en donde me habían encerrado a petición mía. La sed era insoportable. Las ratas iban de un lado a otro; esperando a que sus compañeras muriesen para saltarles encima para calmar su hambre de carne. Pero su sangre era lo que importaba. Ese fluido carmín tan tentador y cálido; un verdadero placer. Un acto barbárico pero tan complacedor su fácil obtención. Un motín de caza magnífico y sublime.

    - ¡No! Olvídalo piensa en otra cosa -me gritaba a mí misma. Desesperación. Angustia. Dolor.

    - Olvídalo, olvídalo todo-. Pero no; su sabor, su calor.

    ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Hace cuánto no bebía una sola gota, sin desesperarme y matar a la primera cosa que se me acercara? Debían de ser casi las 9:00 pm. Qué importaba; no saldría de ese lugar asqueroso aunque quisiera. No porque no pudieran hacer añicos los desvencijados barrotes, sino porque tenía que probar cuál era el verdadero alcance de mi voluntad y paciencia. Tal vez por la simple idea de estar atrapada pero saber cómo salir y sin embargo no hacerlo. Tal vez por esperar a que el confiado profesor Arthur fuese a verme para “curarme de mi demencia”. Tal vez por hacerle la vida miserable a McGregor. La verdad era que no lo sabía con certeza. ¿Raro? Claro que no. Después de veinte años vagando sin rumbo y cuatro de aislamiento en una pocilga como aquella hace que la noción que tienes de lo que conoces cambie progresivamente; o simplemente tenga un sentido distinto; deja de tenerlo o no quieras entenderlo -comúnmente quieres olvidarlo-. En todo caso, tuve la misma existencia como cualquiera en mí mismo estado -si se le pudiera llamar de esa forma- aunque algo obsesivamente conservadora o patética para ojos de los otros más “fanáticos”. Ahora ni siquiera pruebo gota alguna.

    Observé el ya conocido lugar. Suelo y paredes de piedra macizas y húmedas, con naciente maleza en sus abundantes grietas; ese olor asqueroso a putrefacción llenaba todo; y los famélicos y hambrientos roedores pululaban por doquier, reunidos a montones cerca de los cadáveres de las otras, saliendo de sus madrigueras como insectos, con esos negros ojos brillantes y saltones mirándome, abalanzándose encima de mí, pero en el último momento sólo bastaba azotarlas con mi brazo para despedazar sus cuerpos contra las paredes; ya no me importaba qué caminara a mi alrededor.

    Según lo que sabía, el sitio había sido en un tiempo usado durante la Edad Media como cárcel y cámara de torturas para malhechores y asesinos, a veces inocentes. Una estancia circular, techo, paredes y suelo arqueados, éste último con una abertura en el centro, tapada con barrotes, al igual que en las paredes a manera de celdas. Todo el “conjunto” ubicado a seis metros bajo la superficie; en un extremo, la única salida daba a unas escaleras al exterior.

    Estar allí me hacía sentir como pudieron haberlo experimentado esos hombres, atrapados, sin posibilidades de escape alguno, esperando el trágico final de sus desgraciadas vidas; la muerte se convertiría en su único alivio después de todo ese sufrimiento. Yo lo llamaría suerte. Pensaba que tal vez de esa forma pagaría por lo que había hecho, como lo hicieron ellos.

    Pero era un verdadero aburrimiento, me la pasaba observando el vacío o leyendo los pocos libros que había traído conmigo, de casi mil páginas, ya leídos incontables de veces cada uno. Lo único entretenido que hacía a duras penas era leer las mentes de los empleados que me traían comida que ni tocaba y que resultaban un festín para mis amigas (alejándose después a la carrera).

    Frecuentemente me acercaba a la puerta en cuanto se acercaban, espantándolos haciendo que la puerta vibrara con violencia; los pobres renunciaban al poco tiempo, algo que ponía a McGregor al rojo vivo -ja ja ja ja- aunque se esté al borde de la depresión, no significa que no tenga que ser entretenido ¿no?

    Había un montón de heno en un rincón con forma de cama en donde me sentaba por horas inmóvil, esperando a que alguien pasara, era algo ocioso pero divertido; sus pensamientos me aburrían, siempre en lo mismo, ”tengo que atender al paciente número doce, el Señor me despedirá si sigo haraganeando por las tardes….", "bla ..Bla...bla". Pero ellos se quedaban cortos, los verdaderamente extenuantes eran los lunáticos pacientes.”¡Ohh mira esa paloma!" Por cualquier estupidez, se quedaban con la boca abierta o hablaban con “amigos imaginarios” y mirando el techo como idiotas ¡Dios!

    Pero de nuevo el deseo de sangre, ¿qué es lo que soy?, ni siquiera la luz de una vela la aguanto. Me recosté en el suave lecho y miré el techo. ¿Estaré demente? -ja ja ja, eso es lo que quería creer-. Cada vez que lo pensaba, la verdad era que quería salir de ahí, hace ya bastante que no veía las luces de la ciudad, que no veía otra cosa que esas paredes de piedras y esos sucios roedores

    Y pensar que en algún momento de mi vida, mi ser era alguien diferente.

    En realidad sentía tristeza y lástima por aquellas personas. La mente es mente, es muy frágil y sin olvidar el alma, que de muy fácil manera puede llegar a corromperse. Sus familiares los enviaron a este zoológico para curarlos o simplemente para deshacerse de ellos. Pobres... atrapados… condenados en su propia mente… un destino cruel y en soledad. Ja ja ja.

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    Una noche de Halloween, por hacer algo de miedo, jugamos a la Ouija, cosa de la que siempre me arrepentiré. La noche era fría, en el ambiente se notaba un aroma extraño, no sé definirlo con palabras; unos amigos y yo buscamos una vieja Ouija que mi familia siempre ha tenido guardada... Era de mi bisabuela, la cual había muerto cuando yo aún no había nacido, y siempre había querido conocerla. Mis amigos hacían eso por diversión, yo por un fin, puesto que quería hablar con mi bisabuela.

    La sesión comenzó, entre risas mis amigos bromeaban, yo estaba muy serio, concentrado, pero ellos no lo notaron, hasta que cayó un rayo que iluminó toda la habitación oscura, seguido de un trueno, que estremeció hasta el último de mis huesos. Asustados por el rayo, mis amigos, se quedaron en silencio, como yo, concentrándose, de repente, el puntero de la Ouija comenzó a moverse. Preguntamos alunísono, quién era, pero no respondió.

    El puntero se movía sin cesar de un lado para otro, sin formar palabras. Al final paró, y lentamente, formó las siguientes palabras: "estoy yendo a por vosotros".

    Era una mujer, que estaba en el pasillo y gritaba por entrar a mi habitación. El cerrojo estaba echado, no podía entrar, pero parecía que iba a tirar la puerta abajo.

    La mujer gritaba desesperada, la puerta iba a caer, así que empujamos la cama para atrancarla. La mujer cada vez más desesperada, gritaba mi nombre. Yo tuve el impulso de abrir la puerta, pero me contuve, esos gritos eran desesperados.

    Entonces me di cuenta: Era mi bisabuela; algo me lo decía, aunque no podía explicar cómo lo sabía.

    Me lancé a abrir la puerta, quería verla, tenía que verla, pero mis amigos me agarraron. Los gritos cesaron, una de mis amigas, tuvo un ataque de nervios. Nos acercamos a consolarla, pero una voz grave y fuerte salió de ella diciendo que no nos acercáramos. Nos quedamos de piedra.

    La mujer del pasillo comenzó a gritar de nuevo: "¡Os lo advertí, y no me hicisteis
    caso, ahora moriréis!". Mi amiga comenzó a moverse de un lado a otro, diciendo que nos mataría. Intentamos abrir la puerta pero no pudimos. Los gritos volvieron a cesar, conseguimos abrir la puerta, yo salí primero, pero se cerró detrás de mí. Oí los gritos aterrorizados de mis amigos, histéricos, pidiendo socorro, dando patadas a la puerta para abrirla.

    Escribo mi historia, cuarenta y cinco años después de que ocurriera, pues acabo de salir de la cárcel, culpado por el asesinato de mis amigos, los cuales encontré muertos cuando conseguí abrir la puerta de mi habitación.


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    Todo seguía según lo previsto en la víspera de Halloween. Inexplicablemente, había sido elegido por la dudosa fortuna para organizar la fiesta otro año más. Y la calificaba de tal modo porque sospechaba de mis tres íntimos amigos de toda la vida. Cuatro veces seguidas eran demasiadas. No es que me importara demasiado prepararlo todo, pero sentía que se burlaban de mí a mis espaldas. En esta ocasión, sería Dave Morris el que pasaría una noche terroríficamente divertida.



    Las farolas no se demoraron en Royal Street. En la calle, los más pequeños, disfrazados de seres de pesadilla, disfrutaban con gran júbilo de la mágica noche de los difuntos. Iban de puerta en puerta con el tradicional “Trick or Treat” llenándose los enormes bolsones de caramelos, pastas y chocolatinas. En las viviendas, las habitaciones estaban decoradas con precisión para crear ambiente, donde no faltaba la parafernalia habitual encumbrada por las tarántulas colgantes del techo, las brujas estampadas en las paredes y las inquietantes calabazas incandescentes de tétrica estampa. Mi madre y mi hermano habían salido con la vecina Morgan y no volverían hasta entrada la madrugada, por lo que nada ni nadie podría estropear mi broma sublimemente perpetrada.

    Por fin llegaron las once en punto. El timbre, manipulado para tan especial momento, sonó como si fuese un lobo aullando a la luna enlutada que honraba con su presencia. Me cercioré de que todo estaba dispuesto y abrí la puerta. Delante de mí, Joseph, vestido de espantapájaros, azotaba a Edward y a su hermano Jonathan con un ramal de paja, mientras éstos, de vampiros, rechazaban sus vaivenes con la mano y le despojaban de su otro brazo prefabricado. Después de pedirles que terminaran con sus jueguecitos de críos, eché la llave y pasamos al salón de bienvenida. Fue entonces cuando comencé a experimentar una sensación de cierta maldad en mí difícil de describir. Sus rostros, risueños y despreocupados, se tornaron serios y rígidos al verse sumergidos en una oscuridad espesa, débilmente atenuada con una docena de velas dispuestas en círculo sobre el mesón de caoba. Se miraron los unos a los otros como si no entendieran qué demonios significaba aquello, y Joseph, que solía ser la voz cantante del grupo, balbuceó:

    –Da… Dave, esto da miedo de verdad, amigo, te has lucido con la presentación, pero no se ve bien con poca luz, será mejor que…

    – ¿Estoy oyendo bien? –le interrumpí–. Un espantapájaros… ¿espantado? Descuida. La luz es la adecuada para esta magnífica velada. Podéis sentaros en el sofá y comer algunos dulces de la calabaza, en la mesilla. Ahora vuelvo.

    –Pero Dave, ¿no vamos a salir de casa en casa como siempre o…?

    –Que no, Edward, esta vez nos divertiremos con un juego… especial. El que quiera marcharse ya sabe dónde está la salida. Una vez iniciada la sesión no es recomendable dejarla a medias –fingí enfadarme mientras negaba con el dedo índice

    Alejándome de los tres pobres asustados, subí las escaleras y entré en mi dormitorio. Me encaminé al armario y busqué entre la multitud de libros el juego mesa durante unos instantes. Ya en mis manos, regresé al salón mientras los chicos observaban absortos el programa Entrevista con el vampiro de Castle Royal. Entonces, aguándoles los minutos de relajación que se habían permitido, apagué el televisor y reclamé su atención entonando una carcajada malévola:

    -Ouija. El juego conocido por todos donde un grupo de personas procura comunicarse con el más allá. El funcionamiento es claro: alentar la aparición de entidades espirituales por medio de preguntas concretas. Como reglas a tener en cuenta, dos: nunca se debe provocar a la entidad ni abandonar si el espíritu en cuestión no lo considera oportuno.

    Los semblantes incrédulos de mis amigos no lograron articular gesto. Atenazados, tal vez, por la influencia imperceptible del tablero místico invocador, se encontraban los tres en una pose demoledora, con piernas y brazos entrecruzados sin pestañear lo más mínimo, atentos a cada uno de mis movimientos mientras preparaba la escena. Situé la tabla en el centro del mesón, rodeada de las doces velas, y me senté en el sillón de terciopelo individual con reposabrazos para zurdos. Acto seguido, primero Joseph, y justo después Edward y Jonathan simultáneamente, se arrimaron para alcanzar a ver mejor.



    –Comencemos. Necesitamos concentrarnos para evocar espíritus. Para ello, nos cogeremos de las manos, cerraremos los ojos e intentaremos dejar la mente en blanco.

    Tras considerar que la primera fase de sugestión a la que estaba sometiéndoles era suficiente, proseguí:

    –Bien. Ahora, coloraremos nuestros dedos sobre el indicador e iniciaremos el contacto.

    El tablero era clásico. Las letras, divididas en dos grupos arqueados, estaban custodiadas desde las esquinas por seres y astros antropomorfos. Tampoco faltaba la numeración del uno al nueve y el “good bye”.

    Una de las velas se consumió por completo esculpiendo en sus cenizas una sugerente figura. Miré alternativamente a cada uno y luego me cercioré de si estaban preparados. Tras esto, decidí dar comienzo la sesión:

    – ¿Hay alguien ahí? ¡Habla para que podamos escuchar! –exclamé con vehemencia para imprimir más veracidad

    Silencio sepulcral. Tanto era así que las palabras aún resonaban en mis tímpanos. Las llamas vibraron y Joseph soltó un chillido nervioso que asustó a los hermanos, ambos cariacontecidos. El ambiente, cargado de una tensión casi palpable, resultaba asfixiante por la respiración contenida de los tres, pendientes de que la tablilla indicadora reaccionase.

    Aprovechando el estado de ensoñación en que estábamos inmersos, con movimiento sutil y calmado, desplacé el testigo hasta la consiguiente respuesta:

    “S – I”

    Edward se llevó la mano a la boca y los otros dos parecieron tragar saliva, con los brazos tiesos sin despegarlos de la tablilla. Mi leve sonrisa, que después recompuse por un gesto más acorde, mostraba la felicidad que seguro habían sentido ellos cuando hacían trampa en el sorteo de nombres, pero la mía era maquiavélica. Tal vez había descubierto un hobby; tal vez me gustaba infundir temor. Luchando por no revelar esa emoción cada vez más dominante, continué con la farsa:

    – ¿Eres un mensajero de Dios? ¿Un mensajero del Diablo?

    Con una desatada rapidez sorprendiéndome a mí mismo, moví con habilidad hasta formar las palabras de ultratumba. El sonido al rasgar la madera macilenta era tan auténtico que me erizó el poco vello viviente en mi cara.

    “S - O - Y - U - N - E - S - P - I - R - I - T - U - E - R - R - A - N - T – E”

    – ¿Eres bondadoso? –inquirió Jonathan de improviso de un salto, antes de que pudiera seguir con mi guión preestablecido.

    En ese preciso momento, decidí avivar aún más la llama del miedo. Apesadumbrados por una oscuridad impregnada hasta los huesos, era la hora de los efectos paranormales. Actuando con la presteza del buen mago, accioné un botón bajo la mesa que removió la misma. El repiqueteo del testigo indicador sobre la ouija hizo que Joseph y Edward quitaran de inmediato sus dedos y separaran la mano de Jonathan, que todavía mantenía posada a merced de una profunda sugestión. Aquello me excitaba. Me sentía poderoso y todavía quería más. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía remordimientos con ejercer de siervo del mal. La broma, la gran broma, estaba resultando tremendamente satisfactoria. Pero aún quedaba la traca final. La guinda estaba aún por llegar.

    “N - U - N - C – A”

    Enderecé las velas caídas e intenté calmar a los chicos, que dando palos de ciego, buscaban el interruptor como si fuese lo último en vida. Les dije que no podían abandonar, pero ellos hicieron caso omiso de mis advertencias.


    – ¡Vayámonos de aquí, es un espíritu maligno, es un demonio! –Gritó Joseph desencajado y casi sin voz

    –Jonh… Jonhatan, ¿dónde estás? ¡¿Dónde estás, Jonathan?! ¡Por Dios, dime algo…!

    Aprovechando el desconcierto reinante e imposible de detener, aproveché para dar el toque maestro, a pesar de que me hubiera gustado alargar más el juego:

    –Espíritu… ¡manifiéstate, manifiéstate!



    El chasquido seco del pomo de la puerta de entrada paralizó el caos. Un chirrido infinito arañó la estancia, enmudeciéndonos. Bajo el dintel, la efímera silueta de una mujer apareció. Miraba con ojos tiernos a la nada; feliz, inocua. Probablemente, era lo más hermoso que había visto en mi vida. Joseph, Edward y Jonathan permanecían estáticos, casi catatónicos. Sin lugar a dudas, la aparición estelar a cargo de la tienda de bromas Halloween’s Jokes estaba siendo ejecutada con maestría. Los rostros pétreos de mis amigos bien valían una foto para recordarles sus trampas. Corrí al dormitorio y saqué del segundo cajón del escritorio la cámara instantánea. Una vez comprobado el carrete, salí disparado directo a por la captura que serviría como seguro por si querían devolvérmela en un futuro. Cuando llegué no había nadie. Ni rastro del actor ni de los chicos. En ese momento maldije mi tardanza.

    A la mañana siguiente, de camino al Instituto, recibí la llamada de Edward. Su voz sonaba lejana. Intenté pegar el oído al auricular pero resultó en vano. Miré la batería y observé que estaba completa. Seguí intentando, aunque no hubo manera de conseguir discernir algo claro, así que no tuve más remedio que desistir. Giré por la calle Boulevar Street y luego atravesé el parque nacional. Los barrenderos se empleaban a fondo para recoger toda la basura de la noche.

    Miré la hora. Iba bien de tiempo y decidí pasarme por la tienda para felicitar su gran labor; desde luego, se habían portado con la puesta en escena y el tablero trucado. Al doblar la esquina, me extrañé al ver que la tienda, a estas horas, aún estaba cerrada. Poco después un mensaje llegaría al móvil. Lo leí incrédulo y sin entender qué demonios significaba:

    Gracias por prestar su servicio a Halloween’s Jokes. Las almas de sus víctimas pasarán reconocimiento antes de formar parte de la plantilla de entidades evocadas a través del tablero ouija, tal como usted, el firmante, estableció tras firmar el contrato.

    Sinceramente, Linda Blair, directora de Halloween’s Jokes

    Aún alucinado con aquello, saqué de la cartera la copia del contrato. Leí rápidamente de arriba abajo, incluida la letra pequeña. Aquello debía tratarse de una broma. Otra de las bromas genuinas de la tienda. No podía haber vendido las almas de mis tres amigos por no leer… la letra pequeña.

    Continue Reading
    Antonio se pasó el pañuelo por la cara. Suspiró. Miró a Andrea, le dio una sonrisa y sujetó su mano.

    - Todo va a salir bien, mi amor. Tú vas a ver. Todo va a salir bien, mi vida...

    Por un momento quiso llorar, pero contuvo las ganas. Buen muchacho. Debes ser fuerte frente a ella.

    - ¿Sabes, mi vida? La gente no me quería creer. Pero voy a mostrarles lo equivocado que estaba. Y si algún día tengo un accidente... entonces quiero que tú me hagas lo mismo- La miró a la cara y apretó su mano con las dos suyas.

    Sólo necesitaba tiempo. Tiempo.

    Cuando la idea se le metió en la cabeza, siete años antes, la obtuvo casi por error. Se podría decir que así es que se descubren las grandes invenciones de la medicina. Las panaceas, a veces, son encontradas por personas que no querían la cosa. De hecho, los antídotos de muchos venenos son encontrados por error. También los químicos que terminan matando a las personas de las maneras más atroces. Pero, claro, esa es otra historia. La invención de Antonio iba a revolucionar la cirugía y la medicina del mundo.

    Y no había manera de que se pudiese hacer para matar a alguien con eso.

    - Dale gracias a Dios de que los fantasmas no existen- le había dicho Rodrigo – Estas personas vendrían a vengarse de ti-

    - No, chamo- le contestó él – Ponte a ver. Les estoy dando la oportunidad a las personas de que vivan para siempre. No sólo revoluciono la cirugía, la medicina mundial... puedo ser el hombre más importante de la historia del mundo. Aquí. En Venezuela. ¿Puedes imaginarte la gran escena?- Rodrigo le miró con el entrecejo fruncido, se aclaró la garganta y se levantó de la mesa.

    - No seas pendejo, Antonio, por favor- dijo – Esa vaina es una idea terrible. ¿A quién has salvado tú con eso?-

    - ¿Te parece poco?- Antonio también se levantó – ¡La señora Uzcátegui! ¿Ah? Traumatismo craneal, múltiples heridas, esa mujer llegó más muerta que viva al hospital. Y se salvó por mí y mi invento. ¿Y el chamo que chocó en la cota mil? Casi lo recogen del pavimento con una espátula. Y a ese también lo salvé. Al policía que le dieron los tres tiros en la cabeza. Vivito está. Ustedes todavía esconden mi trabajo, hablan como si fuera algo... del diablo.

    - ¡Muchacho!- dijo Rodrigo - ¡Tú sabes por qué esa vaina está mal, no te hagas!-

    - ¡Rodrigo, por Dios, estamos salvando vidas que en otro momento se darían por perdidas!- Todos en el comedor se voltearon a verlos. Antonio casi sonríe, orgulloso por su invención.

    - Baja la voz- murmuró Rodrigo haciéndole un gesto con la mano.

    - Sí, disculpa... es que... coño, Rodrigo, tú eres mi pana, nos graduamos juntos. La Asociación Venezolana de Medicina echó para atrás mi proyecto, pero nosotros tenemos la oportunidad de continuar. ¿Qué tal si tú, tú mismo, Rodrigo, pasas por un accidente y te medio matas? ¿No quisieras tener una oportunidad más para vivir?- Rodrigo lo vio a los ojos por un par de segundos. Bajó la cabeza y recogió la bandeja con los restos de su comida. Ya no tenía hambre. Negó con la cabeza.

    - No, Antonio. Así no-

    - ¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera vez, mi cielo?- Andrea movió su pupila visible hacia él. Parpadeó.

    - Sí- dijo él, sonriendo – fue mágico, ¿verdad? Algo que nunca te había dicho es que, desde ese mismo momento, mi muñeca, sabía que ibas a ser para mí. ¿No te parece maravillosa cómo funciona la vida?- Andrea cerró el ojo con fuerza por varios segundos. Lo abrió, enfocándolo a él.

    - Ya, ya, mi vida, ya va a pasar... vas a estar hermosa, vamos a volver a ir de vacaciones a Canaima. ¿Te acuerdas de Canaima? Era hermosa, a ti te gustaba. ¿Te acuerdas?- Andrea no respondió. Antonio se levantó de la silla y se quitó los guantes de látex. Los echó en el suelo. De espaldas a ella, se abrazó con fuerza y lloró, en voz baja, ella no se podía enterar. Tal vez desde esa distancia no lo veía bien. De todas maneras, es posible que el momento de la intervención sea un poco confuso y que, en el futuro, ella ni se acuerde de esto. “Ojalá”, pensó Antonio. No había perfeccionado muchas cosas del proceso.

    - Doctor García- le dijo aquel miércoles por la mañana el presidente de la Asociación Venezolana de Medicina – Como comprenderá bien, no podemos permitir que usted continúe con sus trabajos. Puede seguir siendo médico.

    - Pero... ¿Por qué no? Dios mío, ¿No se dan cuenta de que así reacciona la gente ante los inventos maravillosos? ¡Por favor, ayúdenme con esto!

    - Mire, señor García. Las personas que pasan por sus métodos quirúrgicos se mueven, hablan y son conscientes, pero no presentan signos vitales. No podemos detectar pulso en ellos ni estamos seguros de que respiren...

    - ¿Pero qué es eso en frente a la posibilidad de vivir para siempre? ¡Podemos lograr que toda la humanidad evolucione! ¡Desde aquí! ¡Desde Venezuela! ¿No tendríamos una razón para estar orgullosos otra vez?

    - No.

    Antonio creyó no escuchar bien. Esbozó una sonrisa.

    - ¿Cómo dice?

    - Que no. Sus pacientes, doctor García, desafían las reglas de la vida y la muerte.

    - ¿Por qué demonios tienen que ser tan drásticos? Miren, señores... somos adultos. No podemos echar para atrás todo esto por... detalles. Claro, no está perfecto el proceso, pero ¿Qué son esos detalles en comparación con las posibilidades que...?

    - ¡He dicho que no, doctor García! ¿No oye, acaso? ¡No, no, no!

    Pero estaban equivocados. Siempre lo están. “¿Quién va a saber de mi trabajo más que yo?” había dicho Freud cuando criticaron el psicoanálisis. Si Andrea lo hubiese esperado, él la habría llevado del sambil a su casa. No se habría montado en ese estúpido taxi, confiando su vida a un perfecto desconocido para chocar en la estatua de la libertad de los choques. A ella quería salvarla. Al taxista no. Ese se puede morir, por estúpido. Toda esta era su maldita culpa.

    Tal vez Antonio estuvo todo este tiempo en un error. Tal vez, si hubiese salido del laboratorio antes, en vez de estar teorizando sobre su procedimiento quirúrgico (que había bautizado “Operación García”, con mucha modestia), la hubiese llevado a su casa. La verdad es que no lo hizo y no lo hizo porque estaba molesto con ella. No vivían juntos, pero apenas se veían ahora que Antonio estaba trabajando en eso. Ella lo criticaba e incluso había llegado a ponerlo contra la espada y la pared. “Decide tú, esta relación ya no aguanta más. O es tu trabajo estúpido o soy yo”.

    - ¡Coño, Andrea, no joda, no seas tan dramática!

    - ¡No seas tan dramático tú! Ya no salimos, ya no hacemos nada juntos. Ni siquiera me dejas ver tus trabajos.

    - Es porque no están listos para que los veas. Necesito que me comprendas, mi amor.

    - ¡No te puedo comprender, Antonio, no te puedo comprender! Le dije a Eliana que no habíamos ido a su cumpleaños porque estabas enfermo. ¿Hasta cuándo coño voy a tener que dar explicaciones por ti, ah?

    - Mira, mejor es que te calmes y bajes la voz, porque...

    - ¿Por qué? ¿Me vas a terminar?

    - ¡PORQUE SI SIGUES GRITANDO TE MATO, MALDITA PERRA ESTÚPIDA!- Andrea se quedó callada, pegada a la puerta del asiento.

    - Se acabó- dijo ella pasado minutos de silencio – Se acabó.

    - ¿Cómo que se acabó? ¿De qué estás hablando?

    - De que se terminó lo nuestro. No quiero estar más contigo- Antonio apretó el volante con fuerza, hundiendo sus uñas en el material sintético.

    - Andrea... cielo, no te pongas así...

    - Antonio, no lo arregles.

    - Perdí el control, ¿Ok? Lo acepto. Estoy bajo mucha presión y perdí el control. Lo lamento. Andrea, mi vida... no hagas esto- Antonio casi podía oír los dientes de Andrea temblando.

    - Aquí no hay nada más que hablar. Se terminó. Además, no entras en razón. Sigue con tu trabajo y tu éxito, tus proyectos. Yo me voy.

    - Andrea... Andrea, no. No me hagas enojar, Andrea... mira, no. Piénsalo mejor, ¿Sí? ¿No es mejor que lo pienses?

    - No.

    Antonio odiaba cuando alguien le decía “No”. Se daba cuenta ahora. Se mantuvo callado hasta llegar al sambil.

    - Te pasó buscando- dijo.

    - No, se terminó.

    - Piénsalo, mi amor. Anda. Piénsalo.

    Andrea cerró la puerta y se fue. Pero el que calla otorga, ¿No?

    Y aquí estamos. Antonio se puso nuevos guantes de látex y cogió un bisturí de la mesita en su sala.

    - ¿Sabes, Andrea? Ese día... no lo quise decir. Lo siento mucho. Es que... no sé qué pasó. Me puse como un estúpido y no te pude decir que todavía te amo mucho. Lo siento, lo siento. Pero bueno. No tienes que responder ahora. Te voy a sanar y vas a estar bien. Lo olvidaremos todo ¿Qué te parece?- Andrea parpadeó con fuerza. Antonio sonrió.

    - Sí, mi vida, todo va a estar bien. Disculpa, no sé si te duele un poco esto. Es que... te aplicaría anestesia general, pero es mejor local, porque esto es una obra de arte, es... diferente a todo lo que se hacía antes y merece que el paciente lo vea. ¿No te parece?- Andrea tragó saliva.

    - Sí, mi vida, así es- continuó – Así es... Cuando todo esto pase y tú y yo vayamos a Europa a codearnos con los mejores de la medicina mundial, te compraré un hermoso collar de perlas. Las más blancas para ti, que eres mi reina. Hasta harán una película de nosotros. No te preocupes, mi cielo, me encargaré de que no te interprete Jennifer López- Antonio sonrió y le agarró una mano.

    - ¿Ah?- dijo - ¿Qué te parece eso? Preciosa... ¿Ves ahora lo maravilloso que es mi trabajo? ¿Lo comprendes ahora?- Andrea movió la cabeza un poco.

    - ¡RESPONDE, MALDITA SEA!- Gritó Antonio.

    Ni que hubiese querido hubiese podido responder. Una correa de cuero mantenía abierta su boca, pero la tapaba de manera de que no pudiese emitir sonido (como gritos de dolor y terror). Veía a Antonio con un solo ojo que podía cerrar haciendo mucha fuerza, porque estaba colgada de la cabeza con ganchos y, algunos de esos ganchos, atravesaban sus párpados. Antonio le había abierto el tórax y lo manipulaba, metiendo sus manos en ella, cortándola, suturándola. Cerca de ocho clavos habían penetrado su brazo derecho, manteniéndolo recto. Su otro brazo estaba suspendido por un enorme garfio en ese gigantesco cuelga-ropas del infierno. El proceso tenía varios defectos aún y la desfiguración total era colateral, pero la obra de Dios tampoco era perfecta. Andrea sentía que sus labios se iban a desprender de ella porque algunos de los pequeños garfios la mantenían suspendida por ellos. Ahí, colgada y escurriendo sangre, bajó la pupila hasta Antonio, por debajo de ella.

    - No te preocupes, mi amor- dijo él- No tienes que responder, mejor- “Mátame, Antonio... Mátame”.

    Continue Reading
    Sé que pronto vendrán. Puedo escuchar sus pasos afuera.
    Escribo en este diario donde escribió mi amigo, no sé para qué, tal vez para alejar
    el miedo que ciento, tal vez para que alguien más sepa lo que pasó, para evitar que
    alguien vuelva a repetir lo que ocurrió en esta casa.
    Les dije a mis amigos que la idea era mala, pero no me escucharon.
    Hacía mucho frío, y estaba asustado. En verdad nunca había pasado peor noche. Sabía
    que ese día acabaría todo.
    En realidad, más bien era un día común y corriente. Lo que no era común y corriente,
    era lo que mis amigos y yo íbamos a hacer: Resucitar a un muerto.
    Era una situación desesperada, porque sólo él podría decirnos donde estaba la
    piedra. Y no era una piedra normal. No valía nada tampoco, pero era lo único que
    nos podría salvar.
    La piedra la habíamos encontrado hacía muy poco, en el bosque, al parecer era una
    piedra corriente, pero nuestro amigo, al que queríamos revivir, le llamó la
    atención.
    Y la buscábamos por un motivo muy sencillo, solo la piedra podría salvarnos de lo
    que estaba por venir.
    Lo descubrimos en el diario de nuestro difunto amigo. No sabíamos de qué murió, pero
    lo supimos tan pronto como leímos su diario.
    De su diario, también sacamos la fórmula para revivirlo.

    Juvencio (el nombre de mi amigo) había recogido la piedra en el bosque sin decirnos
    nada, Pero lo que nosotros no sabíamos, es que nuestro amigo podía hacer muchas cosas
    con esa piedra.
    No sabíamos que Juvencio era un consumado necromante. Ni que había usado la piedra
    para contener la energía de los muertos. Pero lo supimos todo al leer su diario.
    Y para desgracia de él, y de paso también nuestra, los muertos no querían que se
    manipulara su energía por mucho tiempo, ni siquiera por poco.
    Así que ellos se vengaron de Juvencio, pero querían su energía de regreso, y sólo
    podíamos hacerlo, si destruíamos la piedra.

    Hacer el ritual para revivir a Juvencio no fue fácil, pero finalmente logramos
    revivirlo, y más importante aún, logramos hacer que nos dijera lo que necesitábamos
    saber, reveló la ubicación de la piedra.
    Había algo con que no contábamos, que Juvencio, también estaba muerto, y que a los
    muertos no les gusta dar problemas, así que en cuanto dimos por terminado el
    conjuro, saltó sobre el cuello del pobre Luis.
    Tuvimos que luchar muy duro para detener al cadáver de Juvencio, pero finalmente lo
    conseguimos y terminamos el conjuro para que pudiera descansar.
    Así que tomamos el diario de Juvencio y uno de mis amigos lo llevó consigo y dijo
    que él usaría el diario y la piedra para terminar con lo que Juvencio había
    terminado. Las instrucciones eran claras, solo tenían que destruir la piedra.

    - ¿Para qué quieres el diario? – Le pregunté.
    - Pues, solo por si algo pasa.
    Los demás fueron con él para apoyarlo, no entendí en qué, pero yo me quedé a
    levantar el sitio donde habíamos hecho el conjuro.
    Para mis amigos, todo terminó ese día, y después supe por qué. Quisieron usar la
    piedra para su propio beneficio.
    Sólo quedaba yo para detener la cadena de asesinatos y tenía dos opciones, ser la
    última víctima o enfrentar a los muertos que Juvencio había liberado. Ninguna de las
    opciones me parecía atractiva, pero era mejor enfrentarlos que quedarme con los
    brazos cruzados esperando que me mataran.
    Fue por eso que vine aquí, por el diario.
    No me fue difícil encontrarlo, aquí entre los cadáveres despedazados de mis amigos.
    El diario estaba intacto para mi fortuna y comencé a leerlo.
    Hablaba de cómo Juvencio había comenzado a jugar con cosas sencillas, como la ouija
    y todas esas cosas. Pero también contaba, como un día se perdió en un bosque y llegó
    a un cementerio. En el cementerio había visto una tumba abierta y fue allí donde
    encontró el libro, un libro viejo y mohoso, libro que llevara consigo y según las
    instrucciones del mismo, hizo una copia por su propia mano.
    Aprendió muchas cosas del libro, un libro donde las fórmulas realmente eran
    efectivas, y Juvencio estaba maravillado después de haber probado todo tipo de
    patrañas.
    Incluso había una fórmula que permitía hacer que un muerto te revelara aquello que
    quisieras saber.
    Fue así como me enteré de todos los daños que Juvencio había causado a otros. Como
    había usado la energía de los muertos en si propio beneficio y en detrimento de los
    demás.
    También supe que los muertos intentaban cobrarse venganza por el daño que él había
    hecho.
    Por fortuna para mí, en el diario también decía como resolver el problema.
    Después de leer el diario, comencé a buscar la piedra y no me fue difícil, ya que la
    habían dejado dentro del círculo mágico. Como ya dije, era una piedra común y
    corriente.
    Ya sólo faltaba destruirla. Había llevado conmigo el martillo sospechando que mis
    amigos no la hubieran destruido, así que simplemente coloqué la piedra en el suelo y
    la rompí.
    Nada extraordinario ocurrió, y decidí que era tiempo de limpiar el lugar y olvidarme
    de una vez por todas de la masacre que había ocurrido allí.
    Pero algo llamó mi atención, un ruido en el exterior de la casa.
    No, no era en el exterior, era en el pasillo…
    Mi descuido hizo que olvidara seguir leyendo el diario, y no me percaté de qué
    pasaba cuando la piedra era destruida, estaba tan desesperado cuando supimos que
    Juvencio había muerto, que en cuanto vimos en el diario como detener a los muertos,
    simplemente cerramos el diario y no reparamos en lo que vendría después de que la
    piedra fuera destruida.
    Así que volví a ver el diario.
    El mensaje era claro. Una vez rota la piedra y la energía de los muertos liberada,
    ellos vuelven al sitio donde está la piedra, vuelven a buscar su energía perdida.
    “No tengas miedo” decía el diario “No tengas miedo porque no te harán nada. Si les
    temes, se darán cuenta y pensarán que les debes algo” “No tengas miedo”.

    Ahora sé que pronto vendrán. Puedo escuchar sus pasos afuera.
    No sé si pueda salir bien librado, sé muy bien que no les he hecho nada, y aunque el
    diario dice que no les tema, no sé cómo resultarán las cosas una vez que la puerta
    haya sido abierta y ellos hayan entrado…
    No tengas miedo. La puerta se mueve, estoy temblando…

    Continue Reading
    Esta historia que os vamos a contar le ocurrió a una amiga mía:
    Un día Raquel salió del instituto como todos los días, pero ese día por alguna extraña razón decidió tomar un camino diferente. Después de caminar unos minutos, vio a una niña llorando y Raquel le preguntó que le pasaba. La niña señaló con el dedo una vieja casa y entre lloros le explicó que su gato se había metido allí, la niña no quería ir a buscarlo, tenía miedo, se le veía muy aterrada.

    Amablemente Raquel, que era muy buena persona, decidió ayudar a la niña y buscar al gato.

    Al llegar a la entrada, la puerta estaba abierta, y no había nadie en la casa por lo que decidió entrar. Cuando entró la puerta se le cerró de golpe, a pesar de ello Raquel decidió continuar adelante, de pronto apareció el gato corriendo por las escaleras, Raquel lo siguió, al llegar al segundo piso, el gato estaba allí, en medio del pasillo mirándola fijamente, parecía como si el gato la hubiese esperado y cuando Raquel se le acercó para cogerlo, éste escapó hacia una habitación que tenía la puerta entreabierta.

    Al entrar en la habitación, Raquel se quedó sorprendida, era la habitación de una niña, tenía las paredes forradas de papel rosa y las estanterías llenas de preciosas muñecas que miraban fijamente a los intrusos. Pero Raquel no se sorprendió por la cantidad de juguetes que habían en la casa, ni tampoco porque un caballito de cartón balanceaba solo misteriosamente. La habitación, a diferencia del resto de la casa, estaba nueva, como si el tiempo no hubiese pasado.

    De pronto fijó la mirada en una foto, se podía ver a una familia, al parecer el padre, la madre y su hija, la niña que ahora estaba allí en la calle esperando que le trajese a su gatito.

    Raquel se empezó a asustar de verdad, todo esto ya no le gustaba, así que decidió volver sin el gato y escapar de aquella casa antes de que ocurriese algo. Al darse la vuelta para salir, ahí estaba la niña, ensangrentada y llorando:

    ¡ELLOS ME MATARON!, ¡Y TAMBIEN LO HARAN CONTIGO!

    Al día siguiente encontraron el cuerpo de Raquel, igual como se encontró el de aquella niña muchos años atrás.

    Os preguntaréis como sé esta historia. Yo soy aquella niña y quiero que me traigas a mi gato…

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    Taylor Wong Architecture Designer

    The Japanese call it Hanakotoba, and King Charles II brought it to Sweden from Persia in the 17th century. Read More

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