Relato: Escaleras Abajos
13:00
Eludió a la patrulla fronteriza por sus habilidades atléticas. Ningún policía pudo alcanzarlo, y los perros que le pisaron los talones acabaron echados y con la lengua fuera, babeando en señal de cansancio y de sed. El fugitivo se perdió de vista y enseguida fue descrito a los cuerpos policíacos competentes, que se movilizaron sin tardanza para dar con el indocumentado. Entretanto, Monroy había llegado a una gasolinera; entró en el local para robar comida y se ganó la desconfianza del dependiente, quien al punto lo calificó de mexicano indeseable y, peor aún, sin dinero. No había moros en la costa. El dependiente, al ver que Monroy tomaba emparedados envueltos en plástico y un par de botellas de agua, acarició discretamente la escopeta que ocultaba debajo del mostrador. Monroy se aproximó a la caja con la actitud de quien piensa pagar, pero huyó como un bólido al ver la puerta por el rabo del ojo. Escopeta en mano, el dependiente salió del establecimiento y se sintió horrorizado, pues le pareció que el ladrón se había fundido con el fuerte viento. Se limitó a llamar a la policía para formular la denuncia.
Monroy escogió una zona boscosa para ubicarse bajo un árbol y comer con voracidad.
En menos de cinco minutos engulló los emparedados y bebió ambas botellas de agua. Se recostó en el pasto y gozó el frescor del viento. Por entre las copas de los árboles se notaba la transformación del cielo. El tono metálico que adquiría no presagiaba nada bueno. Acaso en menos de una hora se desataría una tormenta. De todos modos, él no podía quedarse ahí. Lo buscaban frenéticamente, y sin duda lo encontrarían si se permitía dormir una siesta. Se levantó con cautela y echó a andar. Durante parte de su trayectoria evocó sus recientes avatares. Nuevamente se arrepintió de haber decidido marchar a Estados Unidos. Quizá, si hubiera tenido un poco de paciencia, habría logrado labrarse un prometedor futuro como corredor de fondo. Pero siempre había destacado por la impetuosidad. De inmediato había aceptado el trato que le propusiera el pollero; sus magros ahorros acabaron en los bolsillos de ese infeliz, que lo dejó en manos del infernal calor del desierto. Sólo un atleta podría haber resistido las inhóspitas condiciones de aquellas tierras yermas, que parecían carecer de fin y donde nada ofrecía sombra. Pero Monroy prevaleció porque sabía correr; salvó a paso gimnástico una distancia tremenda, y al fin se vio a un paso de la tierra de la libertad. Cruzó el muro sin pensarlo dos veces y desde entonces huyó.
Comenzó a llover. Monroy había avanzado unos diez kilómetros. El bosque se había espesado y pronto caería la noche. Más valía encontrar un refugio, no fuera a ser que alguna fiera saltara sobre él en cuanto se impusieran las sombras. ¿Dónde pernoctaría? No tuvo tiempo de pensar tranquilamente al respecto, pues salió disparado al escuchar un ruido que le pareció un ladrido. Asumió que los policías y sus malditos perros lo habían seguido hasta el bosque. No bien corrió una distancia de más de cien metros, se detuvo y aguzó la vista sobre una puerta desvencijada, aparentemente practicada al pie de un cerro. Se aproximó y giró un pomo oxidado. La puerta cedió. Entró en un espacio renegrido que olía a putrefacción. La tormenta arreció y un rayo golpeó un árbol cercano, partiéndolo por la mitad. Monroy se ocultó tras la puerta justo a tiempo, pues el tronco caído se había abalanzado sobre él.
El silencio y las tinieblas que había en el refugio inspiraban horror. Monroy pensó seriamente en salir y afrontar a sus posibles perseguidores, pero la idea de que lo atraparan lo disuadió de actualizar su plan. No dudaba que quienes dieran con él, molestos por haber sido ridiculizados por un mexicano, lo abatirían gustosamente a tiros. Así que resopló y se dispuso a pernoctar en aquella especie de búnker. A tientas localizó un muro; pegó la espalda contra él y luego se sentó en el piso, que sintió húmedo. Supuso que el agua se había filtrado por debajo de la puerta. Empezó a invadirlo un sopor creciente; cabeceó, en vano trató de mantener los ojos abiertos. Se había cansado demasiado en pocas horas. Debía dormir. Empezó a acomodarse de medio lado cuando sintió un desnivel. No pudo evitar la caída.
Mientras, dando tumbos, rodaba escaleras abajo, se desconectó de la realidad.
Estaba de medio lado, en posición casi fetal. Sentía los músculos entumecidos y la garganta seca. Por lo demás, tenía los huesos íntegros. Se incorporó al ritmo de gemidos y se sorprendió al notar que ahora había luz. No pudo localizar su fuente, pero se conformó con que le permitiera distinguir la escalera por donde había caído.
Era enorme, de piedra, con peldaños anchos y balaustrada decorada con extrañas figuras. Monroy tragó saliva. Le parecía imposible haber sobrevivido tras golpearse el cuerpo entero contra tanta roca. Se puso en pie, dispuesto a ascender la escalera y regresar al punto desde el que se había precipitado. Suponía que su desmayo había durado horas; tanto si ya hubiera escampado como si no, se arriesgaría a volver al bosque, con la esperanza de que no lo estuviera esperando una cuadrilla de furiosos policías.
En cuanto pisó el primer peldaño, advirtió un resplandor blanco en la cima de la escalera. Fue como si alguien se aproximara con una linterna. Monroy se sintió perdido, pero fue incapaz de ponerse a buscar una salida alterna. Tan sólo pudo retroceder tres pasos y mantenerse a la expectativa. Se llenó de horror al ver bajar, a velocidad impresionante y sin tocar los peldaños, una figura antropomorfa, ataviada con una suerte de casulla negra; no se le notaba la cara, sino tan sólo un par de ojos de los que partía una intensa luz blanca. Su mano indistinguible sostenía un cirio encendido. Llegó al pie de la escalera y enfrentó a un Monroy aterrorizado y pálido, convencido de que, lejos de haber despertado, seguía sin sentido y sufriendo una pesadilla particularmente horripilante. Vio que otras figuras flotantes se sumaban a la primera, descendiendo sin hacer ruido por la enorme escalera. Una veintena rodeó a Monroy.
—Pray! —exclamaron al unísono, con voces cavernosas.
Monroy sufrió un colapso. Se ovilló en el suelo, cerró fuertemente los ojos y se echó a llorar, esperando que aquella pesadilla terminara pronto. Entretanto, los visitantes repitieron la consigna sin cansarse, y quizá sin saber que no era entendida por el espantado oyente.
El clamor cesó de golpe. Monroy suspiró y se atrevió a abrir los ojos. Al parecer, había vuelto a quedarse solo. Creyó a pie juntillas que acababa de liberarse de la pesadilla más atroz que había tenido en su vida. Se puso en pie de un salto, decidido a salir de aquel sitio malsano y a enfrentarse hasta la muerte con sus perseguidores. Vio ante sí la inmensa escalera, que aún estaba iluminada por una luz de incierta procedencia. Empezó a subir ágilmente, recordando que para llegar a la puerta del búnker sólo tendría que dar unos cuantos pasos. Dejó atrás la escalera y, cuando atravesaba una porción de profunda negrura, sintió que una mano áspera lo aferraba por la garganta.
Un sabueso incansable, empapado, acezando y guiando a un policía gordinflón a punto de desmayarse de puro cansancio, dejó de olfatear y empezó a ladrar cuando se detuvo frente a una puerta desvencijada. El gordinflón llamó por radio a sus camaradas, y en menos de diez minutos se apostó un pelotón de fusilamiento a las afueras del sitio descubierto. Nadie sabía que en esa parte del bosque hubiera un refugio. Se llamó al fugitivo por altavoz. No hubo respuesta, de ahí que se decidiera entrar y sacar a rastras al escurridizo indocumentado. El hedor que recibió a los agentes amenazó con anularlos, pero pudieron aguantar y, linternas y rifles en mano, cruzaron en diagonal un vestíbulo lleno de trebejos que recordaban la era de las diligencias, y desembocaron en una larga escalera de piedra.
Corrieron escaleras abajo y lo que iluminaron los forzó a detenerse y horrorizarse.
Habían encontrado el cadáver de Monroy, sin cuero cabelludo y destripado. Ocupaba la cima de una veintena de esqueletos apilados. Investigaciones posteriores revelaron que el destino de una partida de misioneros, desaparecida dos siglos atrás, por fin se había descubierto.
Monroy escogió una zona boscosa para ubicarse bajo un árbol y comer con voracidad.
En menos de cinco minutos engulló los emparedados y bebió ambas botellas de agua. Se recostó en el pasto y gozó el frescor del viento. Por entre las copas de los árboles se notaba la transformación del cielo. El tono metálico que adquiría no presagiaba nada bueno. Acaso en menos de una hora se desataría una tormenta. De todos modos, él no podía quedarse ahí. Lo buscaban frenéticamente, y sin duda lo encontrarían si se permitía dormir una siesta. Se levantó con cautela y echó a andar. Durante parte de su trayectoria evocó sus recientes avatares. Nuevamente se arrepintió de haber decidido marchar a Estados Unidos. Quizá, si hubiera tenido un poco de paciencia, habría logrado labrarse un prometedor futuro como corredor de fondo. Pero siempre había destacado por la impetuosidad. De inmediato había aceptado el trato que le propusiera el pollero; sus magros ahorros acabaron en los bolsillos de ese infeliz, que lo dejó en manos del infernal calor del desierto. Sólo un atleta podría haber resistido las inhóspitas condiciones de aquellas tierras yermas, que parecían carecer de fin y donde nada ofrecía sombra. Pero Monroy prevaleció porque sabía correr; salvó a paso gimnástico una distancia tremenda, y al fin se vio a un paso de la tierra de la libertad. Cruzó el muro sin pensarlo dos veces y desde entonces huyó.
Comenzó a llover. Monroy había avanzado unos diez kilómetros. El bosque se había espesado y pronto caería la noche. Más valía encontrar un refugio, no fuera a ser que alguna fiera saltara sobre él en cuanto se impusieran las sombras. ¿Dónde pernoctaría? No tuvo tiempo de pensar tranquilamente al respecto, pues salió disparado al escuchar un ruido que le pareció un ladrido. Asumió que los policías y sus malditos perros lo habían seguido hasta el bosque. No bien corrió una distancia de más de cien metros, se detuvo y aguzó la vista sobre una puerta desvencijada, aparentemente practicada al pie de un cerro. Se aproximó y giró un pomo oxidado. La puerta cedió. Entró en un espacio renegrido que olía a putrefacción. La tormenta arreció y un rayo golpeó un árbol cercano, partiéndolo por la mitad. Monroy se ocultó tras la puerta justo a tiempo, pues el tronco caído se había abalanzado sobre él.
El silencio y las tinieblas que había en el refugio inspiraban horror. Monroy pensó seriamente en salir y afrontar a sus posibles perseguidores, pero la idea de que lo atraparan lo disuadió de actualizar su plan. No dudaba que quienes dieran con él, molestos por haber sido ridiculizados por un mexicano, lo abatirían gustosamente a tiros. Así que resopló y se dispuso a pernoctar en aquella especie de búnker. A tientas localizó un muro; pegó la espalda contra él y luego se sentó en el piso, que sintió húmedo. Supuso que el agua se había filtrado por debajo de la puerta. Empezó a invadirlo un sopor creciente; cabeceó, en vano trató de mantener los ojos abiertos. Se había cansado demasiado en pocas horas. Debía dormir. Empezó a acomodarse de medio lado cuando sintió un desnivel. No pudo evitar la caída.
Mientras, dando tumbos, rodaba escaleras abajo, se desconectó de la realidad.
Estaba de medio lado, en posición casi fetal. Sentía los músculos entumecidos y la garganta seca. Por lo demás, tenía los huesos íntegros. Se incorporó al ritmo de gemidos y se sorprendió al notar que ahora había luz. No pudo localizar su fuente, pero se conformó con que le permitiera distinguir la escalera por donde había caído.
Era enorme, de piedra, con peldaños anchos y balaustrada decorada con extrañas figuras. Monroy tragó saliva. Le parecía imposible haber sobrevivido tras golpearse el cuerpo entero contra tanta roca. Se puso en pie, dispuesto a ascender la escalera y regresar al punto desde el que se había precipitado. Suponía que su desmayo había durado horas; tanto si ya hubiera escampado como si no, se arriesgaría a volver al bosque, con la esperanza de que no lo estuviera esperando una cuadrilla de furiosos policías.
En cuanto pisó el primer peldaño, advirtió un resplandor blanco en la cima de la escalera. Fue como si alguien se aproximara con una linterna. Monroy se sintió perdido, pero fue incapaz de ponerse a buscar una salida alterna. Tan sólo pudo retroceder tres pasos y mantenerse a la expectativa. Se llenó de horror al ver bajar, a velocidad impresionante y sin tocar los peldaños, una figura antropomorfa, ataviada con una suerte de casulla negra; no se le notaba la cara, sino tan sólo un par de ojos de los que partía una intensa luz blanca. Su mano indistinguible sostenía un cirio encendido. Llegó al pie de la escalera y enfrentó a un Monroy aterrorizado y pálido, convencido de que, lejos de haber despertado, seguía sin sentido y sufriendo una pesadilla particularmente horripilante. Vio que otras figuras flotantes se sumaban a la primera, descendiendo sin hacer ruido por la enorme escalera. Una veintena rodeó a Monroy.
—Pray! —exclamaron al unísono, con voces cavernosas.
Monroy sufrió un colapso. Se ovilló en el suelo, cerró fuertemente los ojos y se echó a llorar, esperando que aquella pesadilla terminara pronto. Entretanto, los visitantes repitieron la consigna sin cansarse, y quizá sin saber que no era entendida por el espantado oyente.
El clamor cesó de golpe. Monroy suspiró y se atrevió a abrir los ojos. Al parecer, había vuelto a quedarse solo. Creyó a pie juntillas que acababa de liberarse de la pesadilla más atroz que había tenido en su vida. Se puso en pie de un salto, decidido a salir de aquel sitio malsano y a enfrentarse hasta la muerte con sus perseguidores. Vio ante sí la inmensa escalera, que aún estaba iluminada por una luz de incierta procedencia. Empezó a subir ágilmente, recordando que para llegar a la puerta del búnker sólo tendría que dar unos cuantos pasos. Dejó atrás la escalera y, cuando atravesaba una porción de profunda negrura, sintió que una mano áspera lo aferraba por la garganta.
Un sabueso incansable, empapado, acezando y guiando a un policía gordinflón a punto de desmayarse de puro cansancio, dejó de olfatear y empezó a ladrar cuando se detuvo frente a una puerta desvencijada. El gordinflón llamó por radio a sus camaradas, y en menos de diez minutos se apostó un pelotón de fusilamiento a las afueras del sitio descubierto. Nadie sabía que en esa parte del bosque hubiera un refugio. Se llamó al fugitivo por altavoz. No hubo respuesta, de ahí que se decidiera entrar y sacar a rastras al escurridizo indocumentado. El hedor que recibió a los agentes amenazó con anularlos, pero pudieron aguantar y, linternas y rifles en mano, cruzaron en diagonal un vestíbulo lleno de trebejos que recordaban la era de las diligencias, y desembocaron en una larga escalera de piedra.
Corrieron escaleras abajo y lo que iluminaron los forzó a detenerse y horrorizarse.
Habían encontrado el cadáver de Monroy, sin cuero cabelludo y destripado. Ocupaba la cima de una veintena de esqueletos apilados. Investigaciones posteriores revelaron que el destino de una partida de misioneros, desaparecida dos siglos atrás, por fin se había descubierto.
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