Relato: Deliriums tremens

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¡Maldito trazo irreverente!, la expresión de un ser humano carcomida por la inestabilidad y el rezago. El delirio de esa ansiosa o destructiva manía de pensar consumía la vida de mi preciado amigo C. Canterry, un farsante, un apostador, embelesado por el whisky, junto a los aires grotescos de carnaval. Este hombre era un loco mordaz, un extremista. Un lado visceral corría en contra de su pensamiento; día a día el perfume de las cantinas lo enterraba en un juego de azar, cada vez más ensordecedor. Las monedas iban y venían una a una entre tragos y sonrisas malformadas, entre muecas de oscuro sopor. Es verdad: la gente siempre reía a más no poder en los lugares de la vida nocturna, pero, si de sonrisas se hablaba, la de C. Canterry era las más horrendas. Su semblante caucásico se encuadraba de tal forma que en la expresión, sus ojos verdes, según recuerdo, le temblaban con ahínco irracional; después, la sonrisa se distorsionaba en la más enferma de las carcajadas. Siempre que ganaba la sonrisa parecía proferirle un carácter diabólico, como si el mismo demonio lo poseyera para arrebatar de golpe el dinero. Siempre que un “¡Ja, Ja, Ja!” horrible y del demonio se repetía, algunos osaban a no volver apostar con él, después de santiguarse, casi estupefactos. A C. Canterry le importaba un comino, él sólo deseaba perderse en el alcohol, apostar y hacer esa sonrisa que erizaba los vellos de la piel.

Pese a practicar ese enfermo deporte del alcohol, C. Canterry, tenía momentos de lucidez en que una breve cordura, parecía contradecirlo en su propia manía. En ocasiones confesaba que deseaba alejarse de esa vida callejera que lo sacaba a media madrugada de sus aposentos, para perderse en el alcohol y las apuestas; por más que el pobre de mi amigo trataba, un halo negro lo ahorcaba en el desvarío del azar. Le extirpaba las neuronas del cráneo minuto a minuto, el hambre de sostener las monedas lo obsesionaba. Sus días pasaban similares, con los ojos verdes insertados sobre la superficie de las mesas de las cantinas, donde descansaban los billetes y grupos de monedas que cambian, durante la madrugada, de jugador a jugador. Recuerdo bien los días en que mi pobre amigo despilfarraba la ganancia de dos meses, obtenida a través de un pequeño negocio que poseía en el área céntrica de la ciudad. Yo trataba de persuadirle, pero cada sugerencia era como invitarle a que se quedara; no importa cuánto hiciera en el intento de alejarlo de aquellos lugares que sólo destruyen las vidas humanas, sometiéndolo a uno a un estupor necio entre la pesadilla y lo racional. Siempre intenté —si es que existe un soberano Dios, él sabrá cuánto lo intenté—. Pero la locura fue en aumento, aún mi propia piel se retuerce sobre sus huesos, cada vez que en mi mente se presentan esas oscuras reminiscencias. C. Canterry enloqueció, atravesando las tabernas de mala calaña, tomando el dinero de golpe, riendo como un demente. La obsesión le hacía resaltar las venas del cráneo y emitir a cada partida ese ¡JaJaJa!” autodestructivo y demoníaco...
La situación fue en aumento, eso sería un sólo entremés de la última y prosaica cena que recibiría mi pobre amigo Canterry...

El alcohol lo sumió en una grotesca e irreverente alucinación continua; cada vez que un trago pasaba por su garganta, le alteraba en una gradación. Sus comportamientos cambiaron, se le sumió la mirada —lo que volvió más demente su expresión—, en momentos de lucidez le atacaba una convulsa manía por sonreír ante cualquier acción; su propia mente se lo sugería: “Vamos Canterry sonríe” y luego el lado visceral de su interior se lo proponía groseramente: ¡Vamos, maldito Canterry, ríete como el maldito loco apostador que eres!. Esas acciones le hacían retorcerse en el piso de la ansiedad; las voces lo acorralaban a tal grado que llegaba a abofetearse a sí mismo. Yo mismo controlé esos ataques de irracionalidad que lo perturbaban. En ocasiones tenía que someterlo a un rudo golpe para tranquilizar sus ansias; su aspecto era ya detestable, enfermizo, en ciertos momento hasta yo deseaba vaciar botellas como él, pero me detenía, guardaba la calma, y, serenamente, tenía que servirle un trago — ¡Por los mil demonios, sólo eso lo calmaba!—. La felicidad de mi amigo sólo radicaba en el contenido de las botellas y la superficie de las cartas; su agilidad era tal que el azar parecía desmaterializarse. Ganaba cada partida con rabia burlándose de sus contrincantes; al final terminaba por desalojar a los contrincantes de la mesa, despidiéndolos con esa terrible sonrisa que resonaba durante meses. Cierto día de borrasca, las calles solitarias albergaban la presencia callejera de C. Canterry. Yo iba tras de él, tratando de detenerlo en la lluvia. El médico había presagiado que otra borrachera sería fatal. C. Canterry parecía fuera de la realidad, los ojos le temblaban como si quisieran salir expulsados a presión y en su boca balbuceaba cierto diálogo extraño consigo mismo. Mi presencia era inapreciable, no pude detenerlo entre la oscura noche, plagada de niebla destructiva y oscura... Pasamos por las calles de adoquín y, completamente empapados entre la tormenta, llegamos a una vieja taberna en los suburbios de la ciudad. Al cruzar la puerta no había una sola persona, a excepción del cantinero, un tipo de largo mostacho y una expresión ruda e irritante. C. Canterry pidió un trago y, mientras yo le miraba pasmado con temor hacia sus facciones, el tipo de la barra estaba atónito.
Encima del cantinero, justo arriba del primer estante de botellas, había un dato raro: un par de hachas, cada una de ellas tenía la mitad de un grabado, al unirlas, se formaba la imagen de un ying-yang.

C. Canterry entre un largo soliloquio, que sólo el mismo pudo conocer, reverenció una grotesca carcajada: ¡Con un maldito diablo! ¿No hay con quién apostar? De pronto el cantinero sonrió con una mueca burlona y hastiada, brillando en el acto su diente de oro — cualquiera que lo hubiera visto hubiera querido levantarse y golpearlo hasta descifrar el porqué de la burla —. Después sacó una baraja, la lanzó sobre la barra contradiciendo con otra burla: Puede usted jugar solitario, si así lo desea”. Eso irritó a C. Canterry, lo puso más ansioso; se levantó de la silla y dijo: “No sé jugar solitario, sólo quiero apostar, ¿usted apuesta? Yo quise
hablar, pero eran personas mayores, sabían lo que hacían, pero desde ese momento las cosas se veían mal. El cantinero accedió, alardeando y diciendo: Espero que tenga para pagar esos tragos, amigo, porque la casa no invita, no quiero que se vaya usted con las bolsas vacías”. Se sentaron a la mesa, el cantinero llevó una botella de un vino, le sirvió a Canterry, después Canterry barajeó por orden del cantinero, quien no hacía otra cosa que alardear.
Cuando las cartas cayeron en la mesa parecía que estaban presagiadas por la magia de un futuro inconveniente; tal vez era la perfección de las leyes que rigen el mundo.
Quizá no era un error, quizá Canterry estaba en el punto correcto de las leyes y el azar —nunca sabré—, pero le atribuyo a ese mundo perfecto el hecho de que C. Canterry ganara las primeras cinco vueltas. La botella se terminó; C. Canterry bebía como un degenerado, como un perdido. La cara del cantinero cambiaba constantemente, más no las partidas, el dinero permanecía en manos de C. Canterry. Así fue por una hora hasta que el cantinero logró ganar una sola vez, me daba lástima el tipo y también compadecía a mi pobre amigo porque estaba perdiendo el control. Cada vez hablaba más despacio, a veces no veía ni las cartas y la partida era suya.
Cuando el Cantinero, entre berrinches, perdió el último centavo, C. Canterry no rió, como solía hacerlo, y pensé que había logrado contenerse por respeto; porque ese pobre cantinero se había quedado en la calle, pero no podía renegar de un timo, ya que habían estado cambiando por cartas nuevas en cada jugada. Cuando esto pasó el cantinero fue el que sonrió con una sonrisa poco grotesca, poco grata. El rostro de Canterry se mantenía fijo como el de una persona anormal, balbuceaba consigo mismo y no dijo palabra alguna. Después el cantinero se arrancó el diente que había brillado a nuestra entrada, lo puso sobre la mesa y dijo: “Aún sigo aquí”. Después barajearon... y este perdió…
¡Había perdido hasta el diente!. Por el contrario C. Canterry tenía dinero como para beber treinta barriles y seguir sus borracheras sin sentido. La cuestión no frenó ahí, cuando el cantinero se levantó de la mesa con la cara casi agachada se escuchó la sonrisa enferma de mi compañero.
A las espaldas del cantinero esta risa se escuchó como uno de los peores insultos que puede recibir un apostador empedernido. Esto lo volvió primitivo, se dio la vuelta y se dirigió a C. Canterry con la mirada iracunda diciéndole: “Si quieres apostar, apostemos entonces”. Yo —su buen amigo— quise decirle que no lo hiciera,
quería decir que mi amigo era un enfermo, un alcohólico, que no estaba ya bien de sus facultades mentales, pero no quería hacérselo ver, entonces me quedé callado y lo que pasó ya no tuvo conciencia, aún sentado donde estaba, pude ver cómo el cantinero sacaba de entre la barra un pequeño cofre, después sacó un trapo. Su contenido era un revólver calibre treinta y ocho, lo limpió con rapidez llevándolo hasta la mesa. C. Canterry me hizo moverme de tal modo que ahora yo estaba a su izquierda, mientras el rostro del cantinero estaba frente de C. Canterry a quien dirigió le dirigió unas palabras: Que sea una ruleta rusa la que decida quién gobierna la suerte.
“Suerte”, cuántas veces escuché esa palabra del diablo. Era bien sabido que esto no era cuestión de suerte; le convidaban de su pan privilegiado al demonio, poniéndole en la cara las vidas para deleitarlo con la estupidez, llamándole a esto “que tengas suerte”, “deséame suerte”, “perdió... no tuvo suerte”. Dentro del mundo de la
perfección no es la suerte la que gobierna, sino las propias leyes limitadas de un cuadrado que gobiernan la entidad mental; las cuestiones individuales no son dadas a la suerte, son obras propias y controlables. El apostador vive en la inconsciencia de la probabilidad, es cierto, pero sus obras viven el espacio de las cosas controlables, bien sabido pensamiento; pero esta vez las leyes perfectas del universo que no contemplan la suerte se comportan resecas y muestran el verdadero rostro de la realidad, no sería la suerte la que cobrará la vida sino la perfección viviendo en un ciclo de elecciones individuales, a veces coherentes, otras dadas a
la inconsciencia y otras tantas llenas de errores, pero que nunca afectan por su resultado dicha perfección. El error, la contradicción, no existen, porque hasta el peor de los resultados es perfecto.
El cantinero fue el primero en jalar del gatillo y la bala le atravesó el cráneo, la expulsión de la sangre saltó a presión en mi cara. Cuando esto pasó C. Canterry rió como un loco. El estruendo de la bala fue ensordecedor, cierta ira me acaparó, era un homicidio y las apuestas lo rodeaban. Miré hacia la barra asustado mientras
Canterry estaba ahí babeando entre la risa. Luego nervioso ante el cuerpo miré encima de los estantes en las botellas y miré las hachas entrecruzadas; no lo pensé dos veces, tomé una de ellas —la que poseía el lado negro- deshaciendo así la presencia del ying-yang y empecé a descuartizar el cuerpo con el fin de ocultarlo y librarme. Cuando lo hacía ya era tarde, cuando el hacha atravesaba su brazo, un policía me miraba y un arma me hacía hincarme sobre el piso…
Ahora me encuentro en esta celda, de C. Canterry lo único que supe es que fue llevado a un centro de rehabilitación mental; no quisiera recordar dicha noche, pero cada vez que veo por error mis ojos verdes en el espejo, me imposible retener las ganas de un trago, el sentimiento de buscar una taberna y evitar la necesidad de una baraja en mis manos, y no puedo – ante todo- evitar emitir esta persistente carcajada: ¡Ja,Ja,Ja!

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