Relato: Un Lobo, Dos Lobos...
15:17
Me encanta respirar profundamente, cerrando los ojos, serenar durante unos segundos todo el cuerpo, quedarme un instante en blanco y después, salir, sentir como la adrenalina me sube a toda pastilla y disparar. Esa es la mejor parte, el sonido de las armas, me gusta escuchar las explosiones y después sentir el pánico en sus caras, la sangre derramada, ohhh la sangre, me pierde la sangre, lo admito, derramar sangre me hace renacer. Da igual si son cuarenta o uno solo, da igual el arma, soy adicto al asesinato y eso me gusta.
Al principio matábamos por ideas, nuestras víctimas eran aquellos que considerábamos “enemigos” basándonos en nuestras ideas. Después las ideas fueron devoradas por las ganas de volver a matar. En un principio cada uno elegía a su víctima y después iba a por ella. Eso cambio y dio lugar a lo que ahora conocemos como la cacería. Pero empecemos desde el principio y vayamos poco a poco.
A los diecinueve años la vida me resultaba una prisión y no entendía que tenía que limitar mis impulsos por culpa de una vida en sociedad. No entendía el sistema capitalista ni ningún otro sistema, todo me parecía obsoleto. ¿Cómo es posible que no se den cuenta?, eso pensaba, nadie parece ser consciente de que vive en una estrecha jaula de normas, conductas, castigos y recompensas; nuestro comportamiento totalmente controlado y lo peor es que, al fin y al cabo, es por nosotros mismos. Somos nuestros propios carceleros. Esa fue mi conclusión y como carcelero mío, yo mismo podía concederme la libertad. Y así lo hice, mande a tomar por culo todo lo que me convertía en un ser civilizado y social y me convertí en un animal libre. Me gusta verme a mí mismo como un lobo que ha abandonado una manda de corderos en la que se había criado por accidente. Un lobo criado por corderos, de repente, se da cuenta de que es un lobo y que vive entre corderos, ¿qué creéis que pasa? Preguntadle a un ganadero y quizás os de una respuesta muy válida. A partir de este momento todo cambio para mí, no sufrí ninguna mutación al estilo de las películas de vampiros, eso no hace falta. Empecé a contemplar el mundo con unos ojos nuevos y sobre todo, a evaluarlo con una mentalidad muy diferente. Antes me creía parte de la humanidad, a partir de mi despertar aquello cambió, si ellos eran humanos yo era diferente. Como ya he dicho, si ellos fueran corderos yo sería un lobo, pero eran humanos, así que, ¿qué era yo? Un hombre lobo fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero no, enseguida percibí mi propio error, yo no era un hombre, no si ellos también lo eran, yo era diferente. Pero hombres no es más que un nombre común que ellos mismos se han dado, así que yo cambiaria esa denominación, ese grupo no serían hombres, serían corderos y así yo sería un lobo.
Mi primer paseo por la calle como lobo fue algo que difícilmente olvidaré. Los veía caminar despreocupados, creyéndose la especie dominante, pero a la vez llenos de miedo, era la primera vez que lo veía, pero estaba clarísimo para el que no mira con ojos de cordero. Toda la sociedad, todos los sistemas que en ella se entremezclan, cada ley, cada palabra, cada símbolo, cada instrumento, todo lo que me rodeaba estaba basado, que digo, estaba inspirado en el miedo, el miedo de los corderos de saber que no son más que eso...corderos. La sociedad mundial no es más que un montón de parafernalia quitamiedos. Aun así, podía notar el miedo en cada uno de ellos, el caminar confiado de algunos que se mearían encima en cuanto les pusiese el cañón de mi pistola en sus repeinadas cabezas; algunas, caminantes que inspiran superioridad, o por lo menos eso intentan, pobres desgraciadas, como se les descuadra la cara en cuanto les apuntas con un arma, o les colocas en el cuello una navaja. Y en todos ellos, el llanto. Lo usan en momentos de desesperación, lloran mientras ruegan por su vida, dan pena, pero no la que ellos quisieran dar. Lloran creyendo que su vida es demasiado valiosa para terminar, pobres ilusos, piensan que con su llanto pueden hacerme ver que no se merecen morir y lo único que me provocan es asco al ver lo pronto que se derrumban y desenmascaran lo que en realidad son, corderos asustados, cuya única pretensión en la vida es aparentar que no lo son y ni eso son capaces de hacer bien, pobres desgraciados...
Todo empezó así, dándome cuenta de que todos ellos eran miedo disfrazado de mil maneras. Yo solo me dispuse a quitarles los disfraces, en un principio...
Me hice con varias armas de fuego, pistolas, escopetas, rifles, etc. y me dispuse a comprobar cuanto tardaban los corderos en admitir su condición. Para ello, empecé, como os conté al principio, buscando a aquellos que consideraba enemigos, aquellos que habían abusado del humano que fui y de las ideas que aquel tenía. Mi primera presa fue el director de una pequeña caja de ahorros de mi pueblo, un hombre gordo y cojo, un blanco fácil, idóneo para aprender a matar sin correr riesgos. El momento elegido: la noche. En la oscuridad el miedo de los corderos se percata a kilómetros, usan la luz como si de un chaleco antibalas se tratase, creen que bajo el tenue naranja de las farolas están a salvo de los peligros que les acechan desde la oscuridad y de este modo caminan seguros por las iluminadas avenidas y tiemblan de miedo cada vez que cruzan un callejón en el que la luz brilla por su ausencia.
En uno de esos callejones permanecí pacientemente sentado, durante dos horas y treinta y dos minutos, esperando el momento en el que, como cada sábado noche, él volvía de visitar a su madre atravesando el lugar donde ahora el negro de las paredes ocultaba mis anisas de matar. La sensación me iba devorando, corría por mi cabeza un tropel de ideas y sensaciones sin sentido que llegaban por momentos a nublarme la vista y las sensaciones de frío y calor se alternaban en mí a la misma velocidad que la aguja del segundero recorría cada cifra de mi reloj. Llego el momento y no me tembló el pulso, la bala penetro en su cabeza y yo abandone el lugar sin dedicar más que un segundo a contemplar a mi primera víctima.
Al llegar a casa y tumbarme sobre el colchón, me invadió una sensación de superioridad que todavía saboreo cuando en silencio cierro los ojos y rememoro escenas de las cacerías. Pero aquella primera vez fue especial, me hizo ver que no estaba equivocado, ya no era uno de ellos.
Sin embargo, sentí que me faltaba algo, no bastaba con esa sensación, necesitaba algo que me hiciera saborear cada rastro de adrenalina desprendida durante el asesinato, saborearla en un lugar tranquilo, donde relajarme a disfrutar después de matar. Buscaba, caminando entre multitud de corderos, el lugar que convertiría en mi guarida, refugio de mis sensaciones, donde sentado en una silla que se adaptara perfectamente a mí degustar mis actos, mezclados con los aromas y sabores de una comida ligera, que me calmara el apetito sin revolverme el estómago. Y fue justo en el centro de la ciudad, en el núcleo de vida de los corderos, en el corazón de su ajetreado ir y venir creyéndose a salvo camuflados entre la multitud, donde encontré el que sería mi refugio: la cafetería “Caperucita roja”.
Los tres siguientes asesinatos imitaron el mecanismo del primero: acechar, disparar, dormir y al día siguiente, relajarme en la Caperucita roja, saboreando hasta el más mínimo recuerdo de la noche anterior.
Era el quinto día que, sentado en uno de los bancos del parque, nunca en el mismo, observaba a mi quinto objetivo: un policía nacional, que año y medio atrás me jodió una noche, en la que vestido de paisano, acabo con la diversión que corría entre mis dedos y los que un día fueron mis amigos. El recuerdo de aquellos tres corderos con los que compartía mucho más que mi tempo libre avivaba el fuego que ardía en mi cabeza cada vez que aquel policía cruzaba ante mis ojos. Las ganas de matarlo subían en mi mente con la velocidad que ascienden las columnas de humo cuando arde un viejo bosque, árboles que después de pasar siglos creciendo juntos lentamente, afianzando sus raíces ante el paso de las estaciones, en un instante son consumidos por las llamas sin tener tiempo para despedirse con apenas unos leves crujidos inaudibles entre el rugir del fuego.
Y allí estaba él, como cada tarde, paseando a su ridículo perrito blanco hasta que este hacía sus necesidades, momento en el que abandonaba el parque camino a su casa. Hoy él llegaría a su casa y desarrollaría la aburrida vida que lleve un policía cuando está en su casa y vive solo. Y si todo me salía bien al día siguiente, esta sería la última vez en el que su perro volvía junto al a casa desde el parque.
Murió degollado junto a un gran árbol del parque, uno de esos que parecen llevar vivos más tiempo que la misma ciudad. La sombra de ese árbol ocultó por unos instantes el reguero de sangre rojiza que escapaba con ansias de aquel cuello sin vida.
Así empezó todo, con esos cinco corderos. Después, siguiendo la rutina que me había propuesto, con tranquilidad pero sin vacilar un instante en mirar atrás, recorría el camino hacia la Caperucita Roja, reteniendo todas las sensaciones y pensamientos, para poder endulzar más tarde con ellos el café que estaba deseando pedirte, por quinta vez en la vida. Esa tarde fue cuando conocí a tu hermano, así empezó todo…bajo el aroma del quinto café.
Cuando Ángel se sentó frente a mí, en mi mesa, haciéndome salir de una manera tan brusca de mi estado de ensoñación, en el que disfrutaba mezclando los recuerdos de lo recientemente acontecido con los sabores que abrasaban mi paladar y los múltiples olores que me llegaban desde cada rincón de la cafetería, la verdad, lo primero que pensé fue en que él sería el número seis. Sus ojos estaban fijos en los míos, no parpadeaba. Esa mirada que aún mantenía no encajaba con el aspecto de uno de esos universitarios pijos que se las dan de intelectual, de los que solían habitar las cafeterías del centro de la ciudad y las calles y cualquier espacio donde pudiesen exhibirse ante el resto de la humanidad. Algo fallaba en esa imagen, o eso creía yo. Pero no, en cuanto abrió la boca, aquella mirada se desvaneció, una estúpida sonrisa floreció en su cara y su asquerosa voz aguda empezó a rechinar en mis oídos. Lo habría matado en ese mismo instante, pero entonces le salvaste la vida o según desde donde se mire me la salvaste a mí. Apareciste de la nada en mi campo de visión, venias por detrás de Ángel, yo no escuchaba una palabra de lo que decía, tampoco te miraba a ti, en realidad estaba ausente de aquella situación, pensaba en por qué aquel imbécil se había sentado en mi mesa y en como lo iba a matar. Entonces lo abrazaste por la espalda cogiéndolo por sorpresa y mientras le besabas en la mejilla le preguntaste como quería el café. Fue en ese instante cuando baje de las nubes y preste atención justo en el momento en que él me decía que eras su hermana. Te marchaste en seguida, tenías que atender a otros clientes y entonces, aquella mirada volvió a sus ojos, su boca se volvió a abrir:
Ese era mío. El del perro era mío…
No sé si a estas alturas te quedan ya fuerzas para seguir leyendo, ni siquiera sé si habrás podido llegar hasta aquí, pero si has llegado hasta aquí debes saber que para entender el final de esta carta debes leerla y comprenderla entera, sin dar ningún salto. Tomate tu tiempo.
A partir de aquella tarde Ángel y yo empezamos a conocernos y a la vez, yo te iba conociendo a ti, poco a poco. Con Ángel las cosas iban muy rápido. Aquella misma tarde me contó que me había visto, que él iba a por ese policía, que en el momento en que vio como lo degollaba supo que era uno de ellos y es que tu hermano hacía ya varios años que había dejado de ser un cordero. Yo creía que era el único, te lo aseguro, pero en un mundo en el que vive tanta gente no es difícil encontrar personas con las mismas ideas, por radicales o carentes de sentido que parezcan. Eso fue lo que me hizo ver Ángel, no era ni el primero ni el único. Él formaba parte de un “grupo de caza”, así es como se denominaban a ellos mismos, yo me había denominado lobo, ellos se llamaban depredadores. No habían asociado su imagen a ninguna otra pero si su modo de vida: cazar a la presa. Pero la cosa no se terminaba en su grupo de caza, se extendía, mucho más allá, el hábitat de los depredadores abarcaba lo largo y ancho del globo, en casi todas las ciudades del mundo existía un grupo, en unas pequeño, en otras una autentica jauría e incluso varias manadas en una misma ciudad. Aquello era asombroso, Ángel me enseño todo ese mundo, estaban conectados entre ellos. La mayoría carecía de ninguna ideología, vivían solo para una idea: Matar. Descubrir todo aquello me decepciono, la verdad, ya no era único. Sin embargo, seguía siendo miembro de una nueva especie superior a los corderos que plagaban cada centímetro del planeta. A partir de aquí la historia de mi vida discurre por dos canales, el que tú has estado viviendo a mi lado y el que, hasta aquella fatídica tarde, recorría junto a tu hermano y el resto de la manada. Ese segundo camino, en el que mi vida corría libre, entre veredas ocultas a tus ojos, era el que yo quería seguir.
Cuando empezamos a pasar tardes juntas, cuando empecé a perder mi tiempo a tu lado, tuve que rescatar de la basura mi disfraz de cordero, para pasar horas junto a ti sin que tu corazón se acelerase hasta reventar, al descubrir al verdadero monstruo del que te estabas enamorando. Para ti inventaba mil historias tras las que ocultaba mis garras de lobo, cortinas de humo que nublaban tu vista mientras tus labios se apoyaban cerca de mis colmillos sin llegar a percibirlos, drogada por las palabras con las que acribillaba tu libertad de pensamiento y te obligaba, sin que tú lo supieses, a bailar al son de mis balas, impidiendo que tus pies pisaran más allá del alcance de mi pistola. Así te mantenía inocente al margen del lobo, manchado siempre de sangre, junto al que pasabas algunas noches y muchos días.
Ángel era un gran cazador, y como tal, su olfato era muy agudo. Pocos meses tardó en encontrar un rastro que nos unía a ti y a mí. Entonces cometió su gran error.
Fue breve. Una noche, antes de iniciar la cacería, me dijo cuál sería su próximo objetivo:
Hoy voy a cazar a mi hermana. Un lobo no tiene más familia que su manada, todo lo que nos una a los corderos no es más que un resto del disfraz que un día llevamos como si de nuestra piel se tratase, algo de lo que deshacernos para ser nosotros mismos. Ella es un cordero más, ¿no?. Sin más, se retiró a preparar sus armas y a intercambiar algunas palabras con el resto de la manada antes de salir a buscar sangre.
Yo también seré breve. Aquella noche maté a tu hermano, no sé si por ti o porque se había atrevido a atacarme. Ángel nos había descubierto, pero de ahí a provocarme…se equivocaba, un lobo no tiene familia, ni siquiera su manada. Y yo era un lobo, quizás ellos se considerasen depredadores sin más, pero yo era un ente real, no una idea, era un lobo. Tu hermano no iba a desafiarme sin más. Acabar con él me hizo verlo claro, ellos no eran más que un grupo de corderos desquiciados. Cómo había podido estar tan ciego. No eran más que corderos, incluso más acojonados que el resto, se unían entre ellos para alejar el miedo matando a sus iguales. Pero era el miedo lo que los movía, por eso carecían de ideas, porque no seguían más instinto que su miedo, eran los corderos más llamativos de todos e incluso ante mí, habían pasado como lobos.
Ahora vuelvo a sentirme bien, sigo siendo único y sinceramente, esta historia me hizo descubrir un placer mucho mayor que el de cazar a indefensos corderos en un parque o en un callejón. Ahora los cazo a ellos, a los corderos desquiciados. La adrenalina se dispara mucho más cuando a ellos, aferrados a sus armas, les ves subir el miedo, dilatando sus pupilas, en ese instante, cuando entienden que son unos simples corderos ante mí, ese instante en el que su vida termina junto a sus cuerpos en el suelo de las ciudades en las que os sentís tan seguros, ajenos a los ríos de sangre que corren bajo vuestros pies. La ceguera de vuestra muerte os impide ver que todos mueren a vuestro alrededor, que no estáis seguros, pero seguís aparentándolo, como corderos que sois. Solo en vuestros ojos se siente el leve nerviosismo, el suave ajetreo de un rebaño conducido al matadero.
Me despido de ti para siempre. Quizás en ti no sentí ese miedo y por eso nunca te vi. Como a un cordero, quizás no lo eres, quizás eres una loba y fue tu olor lo que me atrajo a ti, quizás todo esto sean excusas para no acabar contigo, sea como sea, cuidado con los corderos desquiciados, nunca les tengas miedo, ni a ellos, ni a nada, pues si eres un cordero, tarde o temprano acabaras en el matadero, acepta tu destino sin miedos o quítate el disfraz. Si algún día te desprendes de él, tendrás las habilidades suficientes para encontrarme. Olfatea mi rastro.
Al principio matábamos por ideas, nuestras víctimas eran aquellos que considerábamos “enemigos” basándonos en nuestras ideas. Después las ideas fueron devoradas por las ganas de volver a matar. En un principio cada uno elegía a su víctima y después iba a por ella. Eso cambio y dio lugar a lo que ahora conocemos como la cacería. Pero empecemos desde el principio y vayamos poco a poco.
A los diecinueve años la vida me resultaba una prisión y no entendía que tenía que limitar mis impulsos por culpa de una vida en sociedad. No entendía el sistema capitalista ni ningún otro sistema, todo me parecía obsoleto. ¿Cómo es posible que no se den cuenta?, eso pensaba, nadie parece ser consciente de que vive en una estrecha jaula de normas, conductas, castigos y recompensas; nuestro comportamiento totalmente controlado y lo peor es que, al fin y al cabo, es por nosotros mismos. Somos nuestros propios carceleros. Esa fue mi conclusión y como carcelero mío, yo mismo podía concederme la libertad. Y así lo hice, mande a tomar por culo todo lo que me convertía en un ser civilizado y social y me convertí en un animal libre. Me gusta verme a mí mismo como un lobo que ha abandonado una manda de corderos en la que se había criado por accidente. Un lobo criado por corderos, de repente, se da cuenta de que es un lobo y que vive entre corderos, ¿qué creéis que pasa? Preguntadle a un ganadero y quizás os de una respuesta muy válida. A partir de este momento todo cambio para mí, no sufrí ninguna mutación al estilo de las películas de vampiros, eso no hace falta. Empecé a contemplar el mundo con unos ojos nuevos y sobre todo, a evaluarlo con una mentalidad muy diferente. Antes me creía parte de la humanidad, a partir de mi despertar aquello cambió, si ellos eran humanos yo era diferente. Como ya he dicho, si ellos fueran corderos yo sería un lobo, pero eran humanos, así que, ¿qué era yo? Un hombre lobo fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero no, enseguida percibí mi propio error, yo no era un hombre, no si ellos también lo eran, yo era diferente. Pero hombres no es más que un nombre común que ellos mismos se han dado, así que yo cambiaria esa denominación, ese grupo no serían hombres, serían corderos y así yo sería un lobo.
Mi primer paseo por la calle como lobo fue algo que difícilmente olvidaré. Los veía caminar despreocupados, creyéndose la especie dominante, pero a la vez llenos de miedo, era la primera vez que lo veía, pero estaba clarísimo para el que no mira con ojos de cordero. Toda la sociedad, todos los sistemas que en ella se entremezclan, cada ley, cada palabra, cada símbolo, cada instrumento, todo lo que me rodeaba estaba basado, que digo, estaba inspirado en el miedo, el miedo de los corderos de saber que no son más que eso...corderos. La sociedad mundial no es más que un montón de parafernalia quitamiedos. Aun así, podía notar el miedo en cada uno de ellos, el caminar confiado de algunos que se mearían encima en cuanto les pusiese el cañón de mi pistola en sus repeinadas cabezas; algunas, caminantes que inspiran superioridad, o por lo menos eso intentan, pobres desgraciadas, como se les descuadra la cara en cuanto les apuntas con un arma, o les colocas en el cuello una navaja. Y en todos ellos, el llanto. Lo usan en momentos de desesperación, lloran mientras ruegan por su vida, dan pena, pero no la que ellos quisieran dar. Lloran creyendo que su vida es demasiado valiosa para terminar, pobres ilusos, piensan que con su llanto pueden hacerme ver que no se merecen morir y lo único que me provocan es asco al ver lo pronto que se derrumban y desenmascaran lo que en realidad son, corderos asustados, cuya única pretensión en la vida es aparentar que no lo son y ni eso son capaces de hacer bien, pobres desgraciados...
Todo empezó así, dándome cuenta de que todos ellos eran miedo disfrazado de mil maneras. Yo solo me dispuse a quitarles los disfraces, en un principio...
Me hice con varias armas de fuego, pistolas, escopetas, rifles, etc. y me dispuse a comprobar cuanto tardaban los corderos en admitir su condición. Para ello, empecé, como os conté al principio, buscando a aquellos que consideraba enemigos, aquellos que habían abusado del humano que fui y de las ideas que aquel tenía. Mi primera presa fue el director de una pequeña caja de ahorros de mi pueblo, un hombre gordo y cojo, un blanco fácil, idóneo para aprender a matar sin correr riesgos. El momento elegido: la noche. En la oscuridad el miedo de los corderos se percata a kilómetros, usan la luz como si de un chaleco antibalas se tratase, creen que bajo el tenue naranja de las farolas están a salvo de los peligros que les acechan desde la oscuridad y de este modo caminan seguros por las iluminadas avenidas y tiemblan de miedo cada vez que cruzan un callejón en el que la luz brilla por su ausencia.
En uno de esos callejones permanecí pacientemente sentado, durante dos horas y treinta y dos minutos, esperando el momento en el que, como cada sábado noche, él volvía de visitar a su madre atravesando el lugar donde ahora el negro de las paredes ocultaba mis anisas de matar. La sensación me iba devorando, corría por mi cabeza un tropel de ideas y sensaciones sin sentido que llegaban por momentos a nublarme la vista y las sensaciones de frío y calor se alternaban en mí a la misma velocidad que la aguja del segundero recorría cada cifra de mi reloj. Llego el momento y no me tembló el pulso, la bala penetro en su cabeza y yo abandone el lugar sin dedicar más que un segundo a contemplar a mi primera víctima.
Al llegar a casa y tumbarme sobre el colchón, me invadió una sensación de superioridad que todavía saboreo cuando en silencio cierro los ojos y rememoro escenas de las cacerías. Pero aquella primera vez fue especial, me hizo ver que no estaba equivocado, ya no era uno de ellos.
Sin embargo, sentí que me faltaba algo, no bastaba con esa sensación, necesitaba algo que me hiciera saborear cada rastro de adrenalina desprendida durante el asesinato, saborearla en un lugar tranquilo, donde relajarme a disfrutar después de matar. Buscaba, caminando entre multitud de corderos, el lugar que convertiría en mi guarida, refugio de mis sensaciones, donde sentado en una silla que se adaptara perfectamente a mí degustar mis actos, mezclados con los aromas y sabores de una comida ligera, que me calmara el apetito sin revolverme el estómago. Y fue justo en el centro de la ciudad, en el núcleo de vida de los corderos, en el corazón de su ajetreado ir y venir creyéndose a salvo camuflados entre la multitud, donde encontré el que sería mi refugio: la cafetería “Caperucita roja”.
Los tres siguientes asesinatos imitaron el mecanismo del primero: acechar, disparar, dormir y al día siguiente, relajarme en la Caperucita roja, saboreando hasta el más mínimo recuerdo de la noche anterior.
Era el quinto día que, sentado en uno de los bancos del parque, nunca en el mismo, observaba a mi quinto objetivo: un policía nacional, que año y medio atrás me jodió una noche, en la que vestido de paisano, acabo con la diversión que corría entre mis dedos y los que un día fueron mis amigos. El recuerdo de aquellos tres corderos con los que compartía mucho más que mi tempo libre avivaba el fuego que ardía en mi cabeza cada vez que aquel policía cruzaba ante mis ojos. Las ganas de matarlo subían en mi mente con la velocidad que ascienden las columnas de humo cuando arde un viejo bosque, árboles que después de pasar siglos creciendo juntos lentamente, afianzando sus raíces ante el paso de las estaciones, en un instante son consumidos por las llamas sin tener tiempo para despedirse con apenas unos leves crujidos inaudibles entre el rugir del fuego.
Y allí estaba él, como cada tarde, paseando a su ridículo perrito blanco hasta que este hacía sus necesidades, momento en el que abandonaba el parque camino a su casa. Hoy él llegaría a su casa y desarrollaría la aburrida vida que lleve un policía cuando está en su casa y vive solo. Y si todo me salía bien al día siguiente, esta sería la última vez en el que su perro volvía junto al a casa desde el parque.
Murió degollado junto a un gran árbol del parque, uno de esos que parecen llevar vivos más tiempo que la misma ciudad. La sombra de ese árbol ocultó por unos instantes el reguero de sangre rojiza que escapaba con ansias de aquel cuello sin vida.
Así empezó todo, con esos cinco corderos. Después, siguiendo la rutina que me había propuesto, con tranquilidad pero sin vacilar un instante en mirar atrás, recorría el camino hacia la Caperucita Roja, reteniendo todas las sensaciones y pensamientos, para poder endulzar más tarde con ellos el café que estaba deseando pedirte, por quinta vez en la vida. Esa tarde fue cuando conocí a tu hermano, así empezó todo…bajo el aroma del quinto café.
Cuando Ángel se sentó frente a mí, en mi mesa, haciéndome salir de una manera tan brusca de mi estado de ensoñación, en el que disfrutaba mezclando los recuerdos de lo recientemente acontecido con los sabores que abrasaban mi paladar y los múltiples olores que me llegaban desde cada rincón de la cafetería, la verdad, lo primero que pensé fue en que él sería el número seis. Sus ojos estaban fijos en los míos, no parpadeaba. Esa mirada que aún mantenía no encajaba con el aspecto de uno de esos universitarios pijos que se las dan de intelectual, de los que solían habitar las cafeterías del centro de la ciudad y las calles y cualquier espacio donde pudiesen exhibirse ante el resto de la humanidad. Algo fallaba en esa imagen, o eso creía yo. Pero no, en cuanto abrió la boca, aquella mirada se desvaneció, una estúpida sonrisa floreció en su cara y su asquerosa voz aguda empezó a rechinar en mis oídos. Lo habría matado en ese mismo instante, pero entonces le salvaste la vida o según desde donde se mire me la salvaste a mí. Apareciste de la nada en mi campo de visión, venias por detrás de Ángel, yo no escuchaba una palabra de lo que decía, tampoco te miraba a ti, en realidad estaba ausente de aquella situación, pensaba en por qué aquel imbécil se había sentado en mi mesa y en como lo iba a matar. Entonces lo abrazaste por la espalda cogiéndolo por sorpresa y mientras le besabas en la mejilla le preguntaste como quería el café. Fue en ese instante cuando baje de las nubes y preste atención justo en el momento en que él me decía que eras su hermana. Te marchaste en seguida, tenías que atender a otros clientes y entonces, aquella mirada volvió a sus ojos, su boca se volvió a abrir:
Ese era mío. El del perro era mío…
No sé si a estas alturas te quedan ya fuerzas para seguir leyendo, ni siquiera sé si habrás podido llegar hasta aquí, pero si has llegado hasta aquí debes saber que para entender el final de esta carta debes leerla y comprenderla entera, sin dar ningún salto. Tomate tu tiempo.
A partir de aquella tarde Ángel y yo empezamos a conocernos y a la vez, yo te iba conociendo a ti, poco a poco. Con Ángel las cosas iban muy rápido. Aquella misma tarde me contó que me había visto, que él iba a por ese policía, que en el momento en que vio como lo degollaba supo que era uno de ellos y es que tu hermano hacía ya varios años que había dejado de ser un cordero. Yo creía que era el único, te lo aseguro, pero en un mundo en el que vive tanta gente no es difícil encontrar personas con las mismas ideas, por radicales o carentes de sentido que parezcan. Eso fue lo que me hizo ver Ángel, no era ni el primero ni el único. Él formaba parte de un “grupo de caza”, así es como se denominaban a ellos mismos, yo me había denominado lobo, ellos se llamaban depredadores. No habían asociado su imagen a ninguna otra pero si su modo de vida: cazar a la presa. Pero la cosa no se terminaba en su grupo de caza, se extendía, mucho más allá, el hábitat de los depredadores abarcaba lo largo y ancho del globo, en casi todas las ciudades del mundo existía un grupo, en unas pequeño, en otras una autentica jauría e incluso varias manadas en una misma ciudad. Aquello era asombroso, Ángel me enseño todo ese mundo, estaban conectados entre ellos. La mayoría carecía de ninguna ideología, vivían solo para una idea: Matar. Descubrir todo aquello me decepciono, la verdad, ya no era único. Sin embargo, seguía siendo miembro de una nueva especie superior a los corderos que plagaban cada centímetro del planeta. A partir de aquí la historia de mi vida discurre por dos canales, el que tú has estado viviendo a mi lado y el que, hasta aquella fatídica tarde, recorría junto a tu hermano y el resto de la manada. Ese segundo camino, en el que mi vida corría libre, entre veredas ocultas a tus ojos, era el que yo quería seguir.
Cuando empezamos a pasar tardes juntas, cuando empecé a perder mi tiempo a tu lado, tuve que rescatar de la basura mi disfraz de cordero, para pasar horas junto a ti sin que tu corazón se acelerase hasta reventar, al descubrir al verdadero monstruo del que te estabas enamorando. Para ti inventaba mil historias tras las que ocultaba mis garras de lobo, cortinas de humo que nublaban tu vista mientras tus labios se apoyaban cerca de mis colmillos sin llegar a percibirlos, drogada por las palabras con las que acribillaba tu libertad de pensamiento y te obligaba, sin que tú lo supieses, a bailar al son de mis balas, impidiendo que tus pies pisaran más allá del alcance de mi pistola. Así te mantenía inocente al margen del lobo, manchado siempre de sangre, junto al que pasabas algunas noches y muchos días.
Ángel era un gran cazador, y como tal, su olfato era muy agudo. Pocos meses tardó en encontrar un rastro que nos unía a ti y a mí. Entonces cometió su gran error.
Fue breve. Una noche, antes de iniciar la cacería, me dijo cuál sería su próximo objetivo:
Hoy voy a cazar a mi hermana. Un lobo no tiene más familia que su manada, todo lo que nos una a los corderos no es más que un resto del disfraz que un día llevamos como si de nuestra piel se tratase, algo de lo que deshacernos para ser nosotros mismos. Ella es un cordero más, ¿no?. Sin más, se retiró a preparar sus armas y a intercambiar algunas palabras con el resto de la manada antes de salir a buscar sangre.
Yo también seré breve. Aquella noche maté a tu hermano, no sé si por ti o porque se había atrevido a atacarme. Ángel nos había descubierto, pero de ahí a provocarme…se equivocaba, un lobo no tiene familia, ni siquiera su manada. Y yo era un lobo, quizás ellos se considerasen depredadores sin más, pero yo era un ente real, no una idea, era un lobo. Tu hermano no iba a desafiarme sin más. Acabar con él me hizo verlo claro, ellos no eran más que un grupo de corderos desquiciados. Cómo había podido estar tan ciego. No eran más que corderos, incluso más acojonados que el resto, se unían entre ellos para alejar el miedo matando a sus iguales. Pero era el miedo lo que los movía, por eso carecían de ideas, porque no seguían más instinto que su miedo, eran los corderos más llamativos de todos e incluso ante mí, habían pasado como lobos.
Ahora vuelvo a sentirme bien, sigo siendo único y sinceramente, esta historia me hizo descubrir un placer mucho mayor que el de cazar a indefensos corderos en un parque o en un callejón. Ahora los cazo a ellos, a los corderos desquiciados. La adrenalina se dispara mucho más cuando a ellos, aferrados a sus armas, les ves subir el miedo, dilatando sus pupilas, en ese instante, cuando entienden que son unos simples corderos ante mí, ese instante en el que su vida termina junto a sus cuerpos en el suelo de las ciudades en las que os sentís tan seguros, ajenos a los ríos de sangre que corren bajo vuestros pies. La ceguera de vuestra muerte os impide ver que todos mueren a vuestro alrededor, que no estáis seguros, pero seguís aparentándolo, como corderos que sois. Solo en vuestros ojos se siente el leve nerviosismo, el suave ajetreo de un rebaño conducido al matadero.
Me despido de ti para siempre. Quizás en ti no sentí ese miedo y por eso nunca te vi. Como a un cordero, quizás no lo eres, quizás eres una loba y fue tu olor lo que me atrajo a ti, quizás todo esto sean excusas para no acabar contigo, sea como sea, cuidado con los corderos desquiciados, nunca les tengas miedo, ni a ellos, ni a nada, pues si eres un cordero, tarde o temprano acabaras en el matadero, acepta tu destino sin miedos o quítate el disfraz. Si algún día te desprendes de él, tendrás las habilidades suficientes para encontrarme. Olfatea mi rastro.
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